Desde que se declaró la pandemia, el foco de interés informativo se ha centrado en responder a cuestiones relacionadas con el tiempo que tarda el virus en incubarse o cómo se transmite. El impacto que tendrá el Covid-19 en las desigualdades de género es una pregunta que no está presente, o al menos no cómo debería.
La experiencia con el zika y el ébola nos enseña que han sido las mujeres las que se han llevado la peor parte, tanto a nivel sanitario como en el ámbito del hogar. Aquí, en África o en Sudamérica, cuando estalla una epidemia, son ellas las que siguen encargándose del trabajo doméstico, de cuidar de los niños y niñas, de las personas dependientes, pero también de los enfermos. Lo lógico, en una situación así, sería que las políticas públicas y los servicios se dirigieran a apoyarlas. Pero está lejos de ser así. Ni siquiera durante el brote epidémico del zika, donde existía un vínculo directo entre el virus y la microcefalia en el embarazo, las mujeres estuvieron en el centro de las políticas públicas. Las autoridades se limitaron a aconsejarles que evitaran los embarazos como si no tuvieran nada que ver con medidas imprescindibles como garantizar el acceso a los anticonceptivos y al aborto seguro a mujeres que vivían en entornos rurales o en la selva.
Una cuestión que quedó patente con el zika y el ébola es que las desigualdades estructurales previas profundizaron las inequidades de género. Se impuso lo que las investigadoras Amanda Watson y Corinne Mason llaman “la tiranía de lo urgente”. Se deja para “más adelante” aquello que tiene relación con los problemas estructurales obviando que es necesario tener en cuenta las cuestiones estructurales para evitar que las respuestas las agraven. Todo lo que se aprendió de la crisis del ébola, además, no se aplicó en la del zika, a pesar que la integración del análisis de género y de las experiencias de crisis anteriores podría haber salvado vidas. No hacerlo representó un coste que acabó siendo asumido principalmente por las mujeres.
La economía feminista nos enseña que suponer que hombres y mujeres se benefician por igual de las políticas públicas en medio de una crisis o una emergencia sanitaria es un error. Colocar a las mujeres en el centro de la respuesta es clave. E incorporar la perspectiva de género desde el principio, también. Porque abordar problemas estructurales de nuestra sociedad, como la desigualdad entre hombres y mujeres, requiere previsión y planificación.
Durante el brote de ébola en África Occidental, hubo zonas donde más de dos tercios de las personas contagiadas eran mujeres. Era fundamental hacerse otras preguntas más allá de cómo se transmitía el virus. En un periodo de 18 meses, el ébola hizo crecer en un 75% la mortalidad materna en Guinea, Liberia y Sierra Leona. En Liberia, los casos de mujeres contagiadas de malaria que no recibían tratamiento creció en un 140%. Las mujeres estaban siendo visiblemente las más afectadas, pero eran invisibles en las decisiones. Lo constataba la especialista en políticas de salud y género, Sophie Harman, en un artículo de 2016 que analizaba cómo el gran impacto en la vida y la salud de las mujeres no formó parte de la gestión de la crisis. No se trabajaba con datos desglosados por sexo. Ninguna estrategia incluía indicadores de género. Llegaron a producirse situaciones inauditas como retirar los recursos para salud sexual y reproductiva a las mujeres de Sierra Leona con el resultado que se disparó la mortalidad materna en un país que ya registraba uno de los índices más altos del mundo.
Las mujeres representan el 70% del personal sanitario a nivel global. En España, el peso de las mujeres en algunos sectores clave de esta crisis sanitaria es abrumador. En actividades de enfermería, representan un 84%. En residencias y centros de dependencia, un 84%. En servicios de limpieza hospitalaria y de residencias, un 90%. Es clave preguntarse qué está pasando con estas mujeres e incorporar la perspectiva de género en cada una de las decisiones. No basta con lo que ya está haciendo el Gobierno central. Es necesario que todas las administraciones, sobre todo las autonómicas que tienen las competencias en salud y servicios sociales, pongan a las mujeres en el centro.
La directora de ONU Mujeres, Phumzile Mlambo-Ngcuka, nos recordaba al principio de la pandemia que la presencia de mujeres en la economía informal, donde los ingresos no están garantizados, es mayoritaria. También en sectores muy precarizados donde no pueden beneficiarse de prestaciones.
La experiencia de los últimos 100 años revela que las crisis económicas aumentan la desigualdad entre hombres y mujeres. No sólo porque el empleo masculino se recupera antes que el femenino. También porque el que realizan las mujeres acaba siendo mucho más precarizado y porque ellas asumen de forma no remunerada tareas por las que hasta ese momento se pagaba. Incluso en 2008, en que la crisis golpeó con más fuerza sectores con una presencia masculina muy alta, como el del automóvil y la construcción, fueron las mujeres las grandes perjudicadas.
No hay nada que indique que esta crisis será diferente. Han sido las mujeres las que han asumido en mayor medida la carga que representa tener a los niños y niñas en casa y conciliar los cuidados con el trabajo o el teletrabajo. También han sido las trabajadoras de los sectores más precarizados, como las camareras de piso de los hoteles, las cuidadoras y las trabajadoras domésticas, las que han quedado más expuestas. Los datos de la Seguridad Social de junio indican que el empleo femenino se está recuperando a un ritmo mucho más lento que el masculino y el Banco de España, en su informe anual, constata que las mujeres, junto con los jóvenes, son los colectivos más perjudicados desde el punto de vista económico.
En el abordaje de esta pandemia, y de la crisis económica y social derivada de ella, se hace urgente priorizar un enfoque que, como proponía la economista Amaia Pérez Orozco tras la crisis de 2008, coloque la sostenibilidad de la vida en el centro. Esto implica preguntarnos qué estructuras socioeconómicas necesitamos para articular una respuesta en que el objetivo no sea sólo recuperar la “producción”, tal como la hemos entendido hasta ahora, sino asumir de forma colectiva todo aquello que tiene que ver con la reproducción y el sostenimiento de la vida. El objetivo económico no puede ser el crecimiento por el crecimiento, hay que priorizar el bienestar de las personas, de todas las personas.