La empresa ferroviaria Talgo, constructora del AVE, ha cumplido hace poco su primer lustro de presencia en el mercado continuo. Salió a la lonja de valores a mediados de 2015, al precio de 9,25 euros. El viernes pasado, al cierre de la jornada marcó 3,82 miserables euros. Es decir, quienes invirtieron en las fechas de la colocación, sufren cinco años después una pérdida de nada menos que un 59%.
Talgo, fundada en 1942, es la sigla de Tren Articulado Ligero Goicoechea Oriol. La veterana casa dio el salto al parqué cinco años atrás, cuando su capital estaba dominado por dos grupos, Trilantic Capital, de Nueva York, y MCH Private Equity, de Madrid. Además, la familia vasca Oriol, una de las fundadoras, contaba con el 20%.
Los tres socios vendieron entonces una parte de sus paquetes de títulos. Se embolsaron por ella la espléndida suma de 600 millones. Sin embargo, conservaron la mayoría accionarial y el dominio absoluto de la compañía.
Antes de proseguir nuestro relato, es oportuno recordar que dicha operación había vivido un prólogo no menos jugoso. Ocurrió en 2005, cuando los Oriol transfirieron el 75% de Talgo a los capitalistas Trilantic y MCH por 180 millones limpios de polvo y paja.
Es decir, diez años después de aquel fructífero “pase”, la estirpe Oriol y los mismos fondos sueltan otro pelotazo, pero esta vez de proporciones siderales. El debut en bolsa devino algo parecido al milagro de los panes y los peces. En efecto, la tasación de la ferrocarrilera se multiplicó hasta alcanzar la bonita cantidad de 1.260 millones.
A la sazón, el gabinete de comunicaciones de Talgo propaló a los cuatro vientos las bondades inmarcesibles de la empresa. En opinión de tales ases de la propaganda, la cotización encerraba un “alto potencial de revalorización”. Según esas lumbreras, se preveía un gran crecimiento gracias a los planes de expansión trazados para penetrar en más de veinte países. Otro banderín de enganche no menos atrayente era la política de dividendos. Iba a caer un maná para los afortunados socios de hasta el 50% del excedente anual.
El trasiego se instrumentó mediante una OPV u oferta pública de venta. Es decir, los dos consorcios y la familia Oriol cedieron sus títulos a quienes quisieron comprarlos. Y se llevaron la pasta a su zurrón particular. En la caja de Talgo no entró un solo céntimo. Los intermediarios financieros pusieron a contribución sus habituales dotes de encantamiento. Todo el papel se colocó sin problemas entre las instituciones inversoras. En teoría, estas son las entendidas. Pero a juzgar por la debacle de los cambios, parece bastante claro que se la dieron con queso.
A estas alturas veraniegas de 2020, la contratación de Talgo yace postrada en poco más de 3,8 euros. El valor entero de la compañía ha caído por debajo de los 500 millones. En medio de este desastre sin paliativos, además de los agiotistas y de la saga Oriol, sobresalen unos claros ganadores. No son otros que los miembros de la plana mayor directiva de Talgo.
Con motivo de su estreno en las pizarras bursátiles, los doce principales ejecutivos se asignaron una gratificación para premiar sus extraordinarios desvelos, cifrada en 50 millones. Entre los perceptores figuran los cuatro primeros espadas: Carlos de Palacio Oriol, José María de Oriol Fabra, Segundo Vallejo Abad y Eduardo Fernández-Gorostiaga Cámara. A cada uno le llovieron del cielo casi 11 millones.
Talgo se encuentra hoy en situación de pérdidas. En el periodo enero-junio ha contabilizado unos números rojos de casi 6 millones. Dado el actual descontrol del coronavirus, que está ocasionando un desplome de la economía a escala mundial, se va a poner muy cuesta arriba la obtención de beneficios al final del ejercicio. Así que el reparto de los pregonados dividendos queda en entredicho.
El de Talgo no es un caso único. Los estrenos en el mercado continuo de las últimas décadas revisten un denominador común. Consiste en que los dueños de las acciones propinan unos endosos multimillonarios y los ejecutivos salen forrados para el resto de sus vidas. Quienes suelen pagar la fiesta son los incautos que pican el anzuelo y acuden a la suscripción de las participaciones, engatusados por los cantos de sirena de los bancos-comisionistas.
Ni es oro todo lo que reluce, ni nadie regala duros a cuatro pesetas. Y en materia de OPV, todavía mucho menos. La mayoría de ellas, con notabilísimas excepciones, significan una auténtica tomadura de pelo, cuando no un atraco a mano armada a los ahorradores.