Cualquier hombre capaz de casarse con Kim Kardashian (¡y tener cuatro hijos con ella!) se presta a suscitar dudas sobre su equilibrio mental, pero todo parece indicar que en el caso del rapero Kanye West (Atlanta, Georgia, 1973) esas dudas están más que justificadas y hasta es posible que no tengan nada que ver con su esposa o con la familia de ésta (aunque últimamente al bueno de Kanye le ha dado por rebautizar a su suegra, Kris Jenner, como Kris Jong Un). Los rockeros de una cierta edad nunca le hemos mucho caso a Kanye. De hecho, nos hemos empezado a fijar en él cuando ha empezado a dar señales de no estar enteramente en sus cabales.
Hasta entonces, los que ya tenemos una edad (o dos) nos limitábamos a adoptar la actitud que desprende esa camiseta --que acaba de salir a la venta vía Internet-- en la que, junto a una foto de Keith Richards sonriendo sarcásticamente, puede leerse la frase: Kanye West? Never Heard of her (¿Kanye West? Nunca he oído hablar de ella) Comentario despectivo donde los haya, muy propio del tío Keith y de nosotros, sus fans, capaces de hacernos el tonto y de aparentar que creemos que Kanye es una mujer para demostrar lo poco que nos importan sus canciones comparadas con las de nuestros ídolos. Por el contrario, entre ciertos sectores juveniles, Kanye West era considerado poco menos que un genio, aunque sus últimos discos, coincidentes con lo que podríamos denominar sus rarezas, no han cosechado muy buenas críticas.
A un nivel generalizado, las sospechas sobre la salud mental del rapero se dispararon con su visita a Donald Trump en la Casa Blanca, donde se abrazó con ese fenómeno de feria y se declaró su seguidor número uno, hasta el punto de que prometió retrasar su candidatura a la presidencia de los Estados Unidos para que su ídolo pudiera terminar su maravillosa tarea política, encaminada, como todos sabemos, a hacer que América vuelva a ser grande de nuevo. Luego le dio por la trascendencia, se auto ordenó predicador y empezó a celebrar unas peculiares misas los domingos que también llamaron la atención sobre la posible precariedad de su estado mental. Con el coronavirus, todo se precipitó: ahora me presento a presidente y que le den a Trump, ahora me lo pienso mejor y no me presento, ahora ya no sé qué decirles porque hay días que tengo ganas de ser presidente y días que no...Y así sucesivamente.
Como tantas otras parejas, los West han andado a la greña durante el confinamiento y parece que los gritos e insultos se han oído en las antípodas. Por si acaso, el cantante ha abandonado el domicilio conyugal en Los Ángeles y se ha instalado en su rancho de Wyoming. En el ínterin, ha dicho que oyó voces en su momento que le ordenaban obligar a abortar a Kim de una hija que ya tiene siete u ocho años (cosa que ha sentado especialmente mal en el mundo Kardashian). Ya le han diagnosticado un trastorno bipolar, pero lo de las voces apuntan directamente a una esquizofrenia. Y por canallas que seamos --que lo somos para este tipo de cosas, por lo menos yo--, la cosa cada día tiene menos gracia. Dice Kanye que su familia política lo quiere ingresar en un sanatorio mental, y la verdad es que lleva tiempo haciendo méritos para conseguirlo.
En cualquier caso, como demuestra el caso Trump, la chaladura no es un problema a la hora de alcanzar la presidencia de los Estados Unidos: nadie le impide a Kanye preparar su candidatura desde la celda acolchada de la residencia de lujo en la que lo encierren. Por mi parte, llámenme insensible, pero creo que ya tardo en adquirir la camiseta con el careto del guitarrista de los Stones y la displicente sentencia: Kanye West? Never Heard of her.