La casualidad ha querido que el 90 cumpleaños de Jordi Pujol el martes de la semana pasada haya coincidido con la decisión de la fiscalía del Tribunal Supremo de investigar a Juan Carlos de Borbón por un presunto delito fiscal y blanqueo de capitales, y que dentro de siete días sea la onomástica del rey emérito, San Juan, que en los buenos tiempos del juancarlismo se festejaba con una recepción por todo lo alto en el Palacio de la Zarzuela. Hace ya muchos años que a ninguno de los dos le apetece celebrar nada, claro está, más allá de la estricta intimidad. Al famoso verso del italiano Petrarca, Un bel morir tutta una vita onora, es decir, una muerte hermosa honra toda una vida, se le podría dar la vuelta para los casos de Pujol y Juan Carlos I. Un mal final arruina cualquier biografía, y la de estos, manchados como están por la corrupción, ensombrece sus partes positivas, avergonzando a pujolistas y juancarlistas.
Existe entre ambos un cierto paralelismo desde el principio hasta el final. Al rey Juan Carlos algunos le apodaron “el breve”, pues el tránsito de la dictadura a la democracia estaba repleto de dificultades y nada parecía seguro hasta que su papel clave para frenar el golpe militar en 1981 marcó un antes y un después, afianzando la Corona junto al modelo constitucional de 1978. Con Pujol pasa, salvando las diferencias, algo parecido. Ganó de forma imprevista en 1980 al frente de una coalición nacionalista conservadora que estaba lejos de ser socialmente mayoritaria en Cataluña. Gobernó durante 23 años y su obra es muy cuestionable, pero consolidó la institución de la Generalitat, mientras CiU en Madrid supo sacar provecho de la rivalidad entre socialistas y populares para obtener más competencias y mejor financiación. El poder de Pujol fue tal que se le llamó “el virrey” y de ahí nació una impunidad, que ya empezó con el asunto de Banca Catalana, para la corrupción de su partido, allegados e hijos que no se derrumbó hasta muchas décadas después, inicialmente gracias a denuncias anónimas como fue en el caso del Palau de la Música.
No solo los Pujol, ahora también sabemos que Juan Carlos se enriqueció a base de comisiones. En 2012 su disculpa “lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir” pareció suficiente. Pero el asunto de la cacería en África con la famosa Corina mientras muchos españoles sufrían la dureza de la crisis era solo la punta del iceberg, y en junio de 2014 tuvo que abdicar en su hijo Felipe para no dañar de forma irreparable a la Corona que ya sufría bastante con el escándalo Urdangarín.
También en 2014, con solo un mes de diferencia, Pujol reveló la supuesta herencia de su padre y sus dineros en el extranjero. No solo fue una confesión de culpabilidad, sino que supuso su abdicación como referente moral para el mundo nacionalista, que con el procés ya se había hecho separatista. El legado de Pujol está minado por la corrupción, como también la figura de Juan Carlos I. Son vidas hasta cierto punto paralelas, biografías arruinadas, que reflejan el lado oscuro de los últimos cuarenta años tanto en Cataluña como en el conjunto de España. Ahora se entiende mucho mejor al expresident cuando en septiembre de 2014 advirtió en el Parlament, en su comparecencia para dar explicaciones, que «si vas segando una parte de una rama, al final cae toda la rama y los nidos que hay en ella, y después caen todas las demás ramas». La instrucción del caso Pujol se ha prorrogado hasta 2021 y es muy posible que los delitos fiscales finalmente hayan prescrito. También es improbable que Juan Carlos acabe procesado tanto por el principio general de inviolabilidad en tanto que era jefe del Estado como por la complejidad que reviste siempre la evasión de capitales y el blanqueo de dinero. Pero lo bueno de la historia es que al final se acaba sabiendo, si no toda, casi toda la verdad. Es “maestra de la vida”, que decía Cicerón.