Ha querido la fortuna que los 90 años de Jordi Pujol coincidan con la decisión de la fiscalía del Tribunal Supremo de investigar a Juan Carlos I por un presunto delito de corrupción que se habría producido por el cobro de comisiones ilegales.

La visión catalanista de esos dos acontecimientos, si es que el primero puede considerarse como tal, no deja de ser interesante. El pujolismo, que es mucho más que el votante de CDC, JxCat o PDeCAT, hace mans i mànigues para dar con la fórmula de rehabilitación de este hombre en vida. Están seguros de que la historia le absolverá de sus pecados --más bien de los pecados de su familia, dicen ellos--, nimiedades frente a su ingente obra. Por eso no saben cómo hacerlo para que él pueda contemplar ese reconocimiento antes de irse, para que se le restituya como al virrey popular que era, aclamado allá donde iba.

Todos ellos saben que la fortuna de los hijos del que fuera líder máximo se formó gracias a su protección directa, que no se beneficiaron a sus espaldas. Todos saben que la lucha fratricida en CDC de la que salieron derrotados Miquel Roca y Josep Caminal tenía el trasfondo de la pasta: Pujol hubiera permitido que un roquista mantuviera la secretaría de organización del partido siempre que la caja pasara a manos de su hijo mayor, entonces un muchacho sin prestigio en el mundo de la gestión ni de los negocios, pero un comisionista conocido.

Si el molt honorable cantó en aquel nefasto 25 de julio no fue por un arrepentimiento meditado, sino por estrategia legal para frenar el proceso que se les venía encima; y lo decidió de golpe, en cuestión de horas, a instancias de los abogados, para evitar males mayores. Unas pocas noches antes de aquel viernes tuve ocasión de presenciar una actuación del matrimonio --celebraba esa noche su aniversario de bodas--, ante un grupo de periodistas en el restaurante La Venta de Barcelona. Era el de siempre, un virrey emérito contento, realizado, en la seguridad de tenerlo todo atado con los hijos biológicos a lo suyo, mientras los hijos políticos ponían al país rumbo a la independencia.

Los mismos que preparan esa reparación histórica atribuyen su conversión al republicanismo a la corrupción de Juan Carlos de Borbón. Sería inútil discutir que una mácula del tamaño del rappel del AVE a La Meca tapa todo lo positivo de su paso por la jefatura del Estado: fue el motor de la Transición, un éxito; su papel el 23F fue decisivo y digno de reconocimiento. Pero si ha querido vivir como un multimillonario de forma ilícita deberá pasar cuentas con la justicia y en caso de ser condenado, las etapas brillantes de su reinado pasarán al olvido. Este escándalo será el colofón a una vida llena de regalos de empresarios muy sospechosos e impropia de alguien que vive del erario. Ya se verá qué dice la historia de él.

El caso de Pujol no es distinto, aunque si uno observa la política catalana puede entender que el nacionalismo intente que lo sea, incluso que lo consiga. La Generalitat acaba de conceder a dedo una contrata de 18 millones a una empresa condenada por financiar ilegalmente a CDC: el argumento es que como ya había ganado por concurso un contrato de 10 millones, solo era una ampliación. El escándalo no es la excusa de parvulario, sino que nuestros gobernantes locales lo encuentran normal. Anularán la metida de pata y, encima, tendrán que indemnizar a Ferrovial.

Han tenido que dar marcha atrás, pero lo han hecho por sus disputas internas, no por el despropósito, que parece resbalarles. Todo el arco parlamentario, además de los sindicatos, los médicos y los enfermeros les recriminaron el disparate, pero no han hecho nada por repararlo hasta que se ha convertido en munición de la batalla que libran JxCat y ERC en el seno de la Generalitat.