Siempre es sugerente y aparentemente rentable para un político decir aquello de “hay que quitarles el dinero a los ricos para dárselo a los pobres”. De hecho, algunos inventaron el socialismo descansando en este pilar de pensamiento. Como hay bastantes más pobres que ricos y como la envidia campa desde hace siglos en España con especial virulencia, lo de la redistribución de la riqueza siempre tendrá su público.

Hay un detalle que siempre se les suele olvidar a nuestros angelicales Robin Hoods: para redistribuir la riqueza esta debe existir. Sólo se puede repartir algo si ese algo existe. La experiencia empírica nos dice que si castigas a las grandes fortunas, acaban por largarse con la pasta a otra parte, y eso en este mundo globalizado está sólo a golpe de un par de clicks. Así pues, esa bondadosa izquierda buenista se quedará sin diana a la que acribillar y acabará pagando la fiesta (como siempre) una clase media en vías de extinción.

Como el populismo manda y el pragmatismo está pasado de moda, después de mucho reflexionar en su mansión de Galapagar, los ministros consortes, Irene y Pablo, han llegado a la conclusión de que hay que crear un impuesto nuevo a las grandes fortunas. Creen que el IRPF, el actual Impuesto de Patrimonio o el de Sucesiones no son suficientes para gravar a esa inhumana gente con dinero. Hay que crear otro impuesto que grave lo gravado, que apedree lo apedreado. Sin compasión, sin clemencia. Hay que financiar los veintipico ministerios y todas las paguitas que van a prometer estos años para apuntalar su chiringuito morado creado en Vallecas. Se inventarán un nuevo impuesto, se acabarán de ir los grandes patrimonios que quedan, no recaudarán ni hartitos de ron venezolano los 11.000 millones que prometen y, además, no vendrá nadie más a invertir a nuestra hermosa piel de toro durante unos cuantos años.

Como las grandes fortunas hace meses que se veían venir el sablazo, han ido optando por llevarse el dinero a Luxemburgo, Holanda, Irlanda u otros países más hospitalarios con el dinero, como nuestro vecino Portugal. Desde la llegada de Pedro Sánchez al poder casi 400 Sicav han buscado otros destinos para colocar su patrimonio. Tampoco es casualidad que sólo en marzo salieran de España 26.300 millones, más del triple de la salida de capitales de 8.600 millones registrada el mismo mes de 2019.

A nuestro dogmático gobierno le importa muy poco que los expertos en fiscalidad pública recomienden la supresión del Impuesto de Patrimonio, o como lo quieran llamar ahora de manera más grandilocuente. Este tipo de figura fiscal no contribuye a la redistribución de la pobreza al estar muy distorsionado por las competencias normativas de las CCAA, sólo existe en tres países de la UE, recauda relativamente poco, castiga al ciudadano previsor y prudente, y supone una doble imposición sobre el ahorro (patrimonio a través de los años de renta no consumida).

España, que en estas circunstancias debería hacer todo lo posible por tratar de ser más atractiva para atraer capital si queremos una rápida salida a la coronacrisis, ha optado por el camino equivocado. Así será difícil que mejoren a buen ritmo las cifras de crecimiento y creación de empleo. Pero la culpa será de algún atroz imperialismo yankee, del malvado y diabólico Santiago Abascal o del pobre Amancio Ortega, que siempre pilla.