La muerte, además de un misterio y una desgracia, o ambas cosas al mismo tiempo, es sobre todo un ritual. La expresión social de una ceremonia milenaria. Una despedida ancestral donde la mayoría de las veces somos testigos y sólo una –aquella que nos está vedado contemplar– los protagonistas. No es de extrañar que sea un hábito común a todas las culturas. Enterrar, llorar y rendir homenaje a los muertos es una forma de civilización que muestra valores compartidos y resume las respuestas –en general estériles– que en distintas épocas y diferentes contextos históricos el ser humano crea para enfrentarse al gran misterio: ¿qué sucede cuando el cuerpo perece? ¿Existe el alma?
A falta de una respuesta, las religiones, que durante siglos han estado ocupándose de los sepelios con la misma devoción que dictaban la moral o registraban los nacimientos en sus incunables de parroquia, establecieron cánones y reglas para dar sepultura a los difuntos. Son las leyes de la muerte oficial, por así decirlo. En las democracias occidentales, donde los dioses antiguos han sido reemplazados por el mito ambiguo de la voluntad popular, los duelos públicos son competencia directa de las autoridades políticas, que disfrutan del monopolio de dar naturaleza institucional al dolor individual.
El Gobierno formado por PSOE y Podemos ha tardado más de tres meses en ordenar actos de luto por las miles de víctimas del coronavirus, cuyo número real desconocemos porque desde el primer día las estadísticas de la pandemia han sido objeto de variaciones (interesadas) para dosificar el inmenso tamaño de la tragedia social. Asombrosamente, la correspondiente orden de duelo –un decreto firmado por el Rey pero escrito por la Moncloa– ha terminado resolviendo esta cuestión, básicamente simbólica, con un texto inaudito que muestra mejor que cualquier teoría académica cómo el elemento sentimental domina por completo la escena de la política española, orillando la reflexión e incluso el sentido del decoro.
El BOE funeral, publicado el pasado 26 de mayo, es un monumento al desaliño que, lejos de expresar una verdadera sensibilidad, despacha el homenaje a los difuntos con una sensiblería evangélica. Se trata de un pronunciamento que carece de un preámbulo que justifique –o explique– los motivos que llevan a emitir tal resolución. Da la sensación de que nadie en Moncloa quería cogerse las manos estableciendo una mínima relación de hechos. Tampoco se menciona –cosa harto llamativa– el número exacto de muertos. El diablo, ya lo sabemos, está en los detalles
La resolución gubernamental adopta la forma retórica de una salmodia y simula ser una oración que, sin entrar en las causas de la desgracia que lamenta ni delimitar su envergadura, disemina enunciados a modo de versículos –cada dos líneas se rompen las frases– donde se intuye la voluntad de un manifiesto: “Porque es digno consolidar los vínculos sociales con un duelo colectivo y unitario en recuerdo de todas las víctimas provocadas por la violencia, el terror, las catástrofes o la enfermedad (…) porque es bueno que la sociedad que trabaja junta por el bien común pueda manifestar también junta su dolor (…) porque es justo homenajear a los compatriotas que han sacrificado sus vidas en el cumplimiento del deber ante una amenaza insólita contra la salud y el bienestar de la Nación”. Entre Paulo Coelho y Jorge Bucay.
Carl Schmitt dejó dicho en su teoría política que la secularización inherente a la modernidad nunca eliminó las similitudes entre los líderes políticos y los religiosos, ni la equivalencia entre la Iglesia y las organizaciones políticas, que se mantienen incólumes y han perdurado. El luto de Sánchez I, el Insomne, confirma esta tesis: más que expresar un dolor sincero, el decreto del luto parece la plegaria de una misa –“en verdad es justo y necesario”– donde quien pronuncia las palabras sagradas no siente lo que dice ni dice lo que siente. Simplemente reproduce una fórmula tan muerta como las víctimas.