La política tradicional, especialmente en los sistemas democráticos, se ha caracterizado porque los gobernantes hicieran lo que era previsible y esperable; que sus intervenciones públicas fueran de natural bastante aburridas y que sus actuaciones tuvieran que ver con lo que habían dicho y se habían comprometido a hacer. La mejor política siempre ha sido aquella en la que prima la actitud tranquila, la explicación racional y razonable, la voluntad de transmitir confianza y de poner las condiciones para la estabilidad. Ni la actividad económica ni la vida social tienen nada que ganar en situaciones de inconsistencia y poco equilibrio, ya que todo induce a la retracción y a la espera. La buena política es reticente a la épica y la sobreactuación. Los dirigentes de los países con mayor nivel de bienestar resultan escasamente conocidos fuera de sus fronteras. ¿Quien conoce los primeros ministros de Noruega, de Suecia, de Suiza, de Dinamarca o de Australia? No es que estos países hayan tenido la desgracia de disponer de líderes tímidos y de escaso carisma, sino que la cultura política y la exigencia social es la de elegir y poseer dirigentes que se ocupen, de manera seria, de lo que es colectivo de manera continuada y efectiva, sin grandilocuencias, siguiendo aquella máxima que algún católico definió como "el bien no hace ruido, y el ruido no hace bien".

Es bastante evidente que los últimos años la política ha mudado, de forma bastante generalizada, hacia una actividad estridente y emocional, donde el componente de espectáculo se ha acabado imponiendo por encima de la sustancia. Tiempos líquidos, inquietos, en el que todo se transforma y donde los antiguos equilibrios entre capital y trabajo han saltado por los aires y la confianza en la política y en el buen funcionamiento de los sistemas democráticos se han rasgado. Época de vocingleros, de liderazgos políticos en manos de gallitos y de pirómanos que creen que la ciudadanía prefiere el exhibicionismo impúdico más que una buena y tranquila gestión.

Se han ido imponiendo, casi del todo y en todas partes, las formas populistas de esta derecha desacomplejada de lenguaje extremadamente torpe, incapaz de tener un programa político digno de tal nombre, que apela y fomenta las bajas pasiones y que como el emperador romano promete prender fuego a la ciudad para que los súbditos puedan disfrutar del espectáculo. No pretenden cambiar nada de la realidad que incomoda a una ciudadanía desconcertada, sino surfear en el aparente desgobierno y el caos con el fin de mantener los intereses y las hegemonías sociales de siempre. Con sus salidas de tono continuadas y sus performances juegan a una cierta transgresión revolucionaria, pero en realidad son radicalmente reaccionarios. No construyen nada innovador, no abren perspectivas para un nuevo mañana, sólo proporcionan un desahogo momentáneo detrás del cual no hay más que la nada.

El contexto de la pandemia se ha demostrado extraordinario para la exhibición de líderes políticos que practican la estrategia del "loco", que resultan absolutamente imprevisibles, que pueden soltar cualquier ocurrencia, que pueden afirmar algo y poco después justamente lo contraria sin lugar a rectificación formal y sin que parezca que pasen ningún tipo de vergüenza al hacerlo. En este estilo, resulta bastante obvio que ha sobresalido Donald Trump. Que el dirigente de la principal potencia mundial afirme que el virus se combate inyectándose lejía no es ridículo, sino trágico, como lo es que Jair Bolsonaro en Brasil abone las concentraciones para llevar la contraria a la ciencia que pide, desde el conocimiento, el confinamiento social. Porque de eso se trata precisamente, de llevar la contraria a la razón, al sentido común, a la corrección política y, especialmente, a la cultura democrática. Una estrategia la de decir tonterías que no ha quedado reducida ni mucho menos a estos dos mandatarios. En Europa, y también en España, abundan. El argumentario demencial y las actitudes desafiantes contra toda lógica impregnan el discurso disparatado de toda la derecha identitaria europea, de Gran Bretaña a Polonia, pasando por Cataluña, que pretende tapar su necedad con elucubraciones sobre conspiraciones chinas e intereses geopolíticos o incluso genocidas que podrían estar ocultos detrás de la pandemia. La incertidumbre y el miedo suelen dar vida a los monstruos.