La gestión de la desescalada está resultando mucho más complicada de lo previsto. En todo caso, mucho más ininteligible que la promulgación del confinamiento general que se cumplió sin mayor resistencia. El miedo a perder la vida es un argumento inapelable para aceptar la más estricta disciplina sin rechistar; salvo para los juristas que supieron ver las dificultades jurídicas de limitar algunos derechos fundamentales, a pesar de la declaración del estado de alarma. De todas maneras, el estado de alarma le ha sido una figura constitucional muy útil al gobierno Sánchez.
Pero todo tiene su tiempo y ahora mismo el estado emocional colectivo se ha alejado de la alarma oficial. El cambio ha sido propiciado por un conjunto de factores que van de las buenas noticias (la curva descendente del contagio, la disminución del número de fallecidos), a los mensajes del propio presidente (amigos turistas les esperamos ya en julio) pasando por la sensación de fiesta ciudadana (en algunos casos rozando la imprudencia) por la recuperación paulatina (pero imparable) de la vida urbana.
Todo se entiende mejor si a esto se le suma el caos creado por el propio BOE en su despliegue normativo de las fases de la desescalada, de por si confusa pero confundida totalmente al añadir medias fases y matices a las fases completas, y la ruptura de la unidad psicológica del confinamiento, abriendo las puertas a la envidia de lo que ya puede hacer el vecino que a mí me está prohibido. Y, finalmente, la climatología.
De hecho, el estado de alarma y la mayoría de sus indicaciones ya han decaído en la calle, a pesar de que el virus no ha sido vencido, tan solo puesto en retirada y probablemente de forma provisional. Parece llegado el momento de encomendarse a la responsabilidad individual y colectiva para respetar el distanciamiento social aprendido a la fuerza en estos dos meses y a la higiene personal que debería ser hábito de toda la vida. Puede aceptarse que determinadas actitudes minen la confianza que exige este cambio de etapa, pero no habrá más remedio que asumir el riesgo. En todo caso, la responsabilidad es una obligación cívica que no se puede imponer por ninguna prórroga del estado de alarma.
Pedro Sánchez corre el peligro de convertir el estado de alarma en una obstinación política que le acabe pasando factura. Y sería una lástima para él, porque la fase de emergencia la superó igual de bien (o de mal) que la mayoría de gobernantes de la Europa Occidental. La prórroga del estado de alarma le sale cada vez más cara, políticamente hablando, aunque no vaya a interpretarse que no es capaz de salirse con la suya una última vez. El presidente del gobierno maneja con habilidad la geometría variable parlamentaria porque no le da miedo deambular por el alambre y además está convencido de tener la razón cuando repite que su camino es el único posible. Y seguramente la ha tenido en estos dos meses y medio, pero podría haber dejado de tenerla.
El gobierno no necesita ya de ninguna excepcionalidad constitucional para mantenerse alerta ante el rebrote otoñal del contagio sobre cuya fuerza disienten los científicos (para variar); tampoco para fortalecer el sistema público de sanidad ni apoyar las reformas hospitalarias improvisadas para hacer frente a traumática experiencia del primer embate del coronavirus, menos aun para concentrarse en la política económica que le exigirá la crisis. ¿Por qué pues someterse al desgaste político de una nueva prórroga que al ser asimétrica será muy mal interpretada por los afectados que le reclamarán confianza en su responsabilidad?
Al gobierno Sánchez le puede salvar de un nuevo episodio de negociación a la desesperada la rápida evolución de las cifras y de las sensaciones ciudadanas o la experiencia del error en toda regla del acuerdo non nato con Bildu. Aunque a posteriori algunos estrategas lo presentaran como un movimiento inteligente en el tablero vasco, los socialistas difícilmente podrían sentirse más cómodos (en Vitoria-Gasteiz y en Madrid) con ningún otro socio que no sea el PNV, porque su materialismo institucional le aleja de cualquier pretensión de condicionar ideológicamente al PSOE. Más peliagudo en este sentido es el acercamiento a Ciudadanos. El partido de Inés Arrimadas tiene (de siempre) su club de fans entre la familia socialista, pero la debilidad parlamentaria de esta formación le impide de momento ser una alternativa a la coalición con Unidas Podemos.