Corría el verano de 2016 cuando Alfredo Pérez Rubalcaba calificó de gobierno Frankenstein al que debía conformarse como alternativa a Mariano Rajoy tras la repetición de las elecciones. Su mención al protagonista de la novela de Mary Shelley se debía a la necesidad de aunar los intereses de demasiados partidos muy distintos que derivarían en la imposibilidad de configurar una mayoría estructuralmente estable.
Con el paso del tiempo esa mayoría imposible se materializó para tumbar el gobierno en minoría de Mariano Rajoy y tras pasar de nuevo por dos elecciones logró mejorar algo los resultados y hacer posible una investidura, pero no estructurarse como grupo sólido y cohesionado. No es lo mismo unir voluntades contra alguien que construir un proyecto común y menos durante toda una legislatura.
Por eso, y probablemente por la falta de miras de la actual clase política, cada votación en el Congreso se convierte en casi una moción de confianza, todo es a vida o muerte. Además, parece que nuestros legisladores le han cogido gusto a pasar de tapadillo ajustes importantes. Cuando ya estábamos acostumbrados a ver la ley de acompañamiento de los presupuestos contaminada por todo tipo de normas legislativas aparece ahora que la renovación del estado de alarma se usa cada quince días para un roto y un descosido. En la próxima puede que el jamón de Teruel sea de consumo obligatorio o el silbo canario asignatura troncal en toda España, depende de qué voto sea necesario.
Estos apaños legislativos están mal formalmente, pero están mucho peor cuando invaden competencias de otros agentes sociales. El diálogo entre patronal y sindicatos funciona razonablemente bien y justo ahora es cuando más lo necesitamos ante la oleada de ERTE, ERE y ajustes que viene. Romper la baraja no parece lo más sensato cuando, además, los votos de Bildu ni siquiera eran imprescindibles para lograr la aprobación de la nueva prórroga del estado de alarma.
La reforma laboral de 2012 fue aprobada por 194 votos a favor, entre otros los de la entonces dialogante CiU, y supuso el cambio más profundo de la legislación laboral desde tiempos de Felipe González. Introdujo más flexibilidad en el mercado laboral y sus efectos positivos en tiempos de crisis parecen demostrados. Una cosa es realizar ajustes, tal y como se anunciaba en el programa del PSOE, y otra derogarla sin alternativa, lo que sumiría en indefinición e inseguridad jurídica a un mercado laboral que si algo necesita son normas claras.
Estamos frente a una crisis económica de caballo, nos espera una caída del PIB del 15%, o más, y un déficit del 20% que más pronto que tarde implicará un rescate condicionado. Necesitamos un gobierno fuerte que lidere una más que necesaria reconstrucción de una economía devastada y para eso tiene que estar apoyado por los agentes sociales. Y en lugar de esto tenemos unos partidos más divididos que nunca y una patronal indignada, con razón, por más que el PSOE quiera “maquillar” lo que su alma más izquierdosa firmó y aborrece su lado socialdemócrata.
La vicepresidenta Calviño lo ha dicho alto y claro, con esta realidad sobre la mesa sería absurdo y contraproducente abrir un debate de esta naturaleza y generar la más mínima inseguridad jurídica. A ver si es capaz de darle un par de clases de sentido común a alguna compañera de bancada y, de paso, a algún miembro del gobierno. Se supone que los vicepresidentes están para poner de acuerdo a todos los ministros, claro que en este caso lo primero sería poner de acuerdo a los cuatro vicepresidentes.
La nueva política es simplemente un desastre, aunque probablemente no sea la fragmentación del espacio electoral el problema sino la talla de los líderes de cada formación. Parece que pasó en otra galaxia que un ex gobernador civil en el franquismo se jugó literalmente la vida para legalizar al partido comunista o que entre todos los partidos lograron sacar a España de la miseria con grandes sacrificios, realizando entre otras cosas las “reconversiones” de la siderurgia y del sector naval que, junto con muchos otros milagros, permitieron, a base de pactos, nuestro acceso a Europa.
Con estos mimbres es utópico pensar en un gobierno de concentración o de reconstrucción, o uno de minoría apoyado por fuerzas menos contradictorias que las actuales, pero eso es lo que nos haría falta, un gobierno fuerte que apoyase, conjuntamente con los sindicatos, a las empresas a salir de este infierno. De momento hasta aprobar los presupuestos de 2021 parece una quimera que solo se logrará con pactos imposibles de compatibilizar contentando a independentistas más o menos radicales, nacionalistas de derechas, regionalistas y populistas de todo tipo manteniendo en la recámara a un partido bisagra que no para de desangrarse. El sainete del acuerdo con Bildu será una broma para lo que nos espera. Desde luego no parece que tengamos al timón del país a los más adecuados para los tiempos de zozobra en los que vivimos. Se trata de gobernar, no de trolear a diestro y siniestro para ganar la siguiente votación.