El porvenir se oscurece y el maremoto depresivo del coronavirus empieza arrojar magnitudes dantescas. Al margen del atroz drama de las 28.000 vidas que ha segado, las asociaciones patronales ya avanzan datos acerca de las perspectivas económicas que se ciernen sobre el país. En líneas generales apuntan a una catástrofe sin paliativos.

Entre tanto, Madrid y Barcelona, los dos grandes polos de actividad, siguen anclados en la Fase 0, es decir, paralizados casi por completo.

Todavía no se sabe cuándo podrán retomar el pulso ordinario ni en qué condiciones. Pero cada día que pasa aumentan de forma exponencial los daños inferidos al sistema industrial y mercantil, a la vez que se palpa un destrozo inexorable del tejido productivo. Así, los gremios de minoristas de la Ciudad Condal calculan que una de cada tres firmas comerciales y de hostelería están condenadas a la extinción y no reabrirán sus puertas.

Barcelona no se ha visto nunca inmersa en una desolación similar. Si se cumple este aciago vaticinio, el virus habrá reducido a escombros más de 20.000 negocios, solo en la capital catalana.

Salta a la vista que tal augurio peca de optimista, pues se basa en una encuesta realizada un par de semanas atrás entre los propios tenderos y hosteleros.

Al día de hoy, el deterioro arrecia. Se desconoce cuándo los establecimientos podrán levantar la persiana. Y sobre todo, la dureza de las restricciones que sufrirán. En el caso de los restaurantes y bares, se pretende que recorten drásticamente su aforo. Ello es prenda segura de que las actuales previsiones de mortandad empresarial se quedan muy cortas.

La situación dramática del comercio y la restauración se puede extrapolar al resto de los sectores. Y hete aquí que mientras las industrias trabajan a medio gas y los hoteles continúan cerrados, Pedro Sánchez amenaza ahora con extender el estado de alarma hasta finales de junio. Si así ocurre, la demolición que se avecina es de las que hacen época.

Como corolario de la situación descrita, el drama social en ciernes reviste tintes brutales. Los ciudadanos empujados al paro y a la merma de sus ingresos se van a contar por millones. Tras dos meses de confinamiento, las colas kilométricas que se extienden ante los comedores de Cáritas son estremecedoras.

Este 2020 asistiremos a cambios radicales de nuestro estilo de vida y nuestras costumbres más arraigadas.

Muchos hábitos que se consideraban inamovibles y sagrados se desterrarán quién sabe si para el resto de nuestras vidas. La forma de relacionarnos con los congéneres también mutará a marchas forzadas.

En paralelo, los elevados estándares de bienestar a los que nos habíamos acomodado pueden estar tocando a su fin.

En los próximos meses se desatará una cadena sin fin de impagos, cierres de locales y quiebras. Nadie va a mantenerse a salvo del vendaval que ya asoma por el horizonte. Y si las economías domésticas quedarán seriamente tocadas, las cuentas públicas amenazan con sumergirse en un agujero negro.

El Gobierno social-bolchevique de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias ya afila los cuchillos para asestar un demoledor machetazo fiscal a los paganos de siempre, la atosigada clase media.

El rescate financiero de Europa, que se pudo sortear en la pasada crisis de 2008-2013, deviene en la actualidad un riesgo cada día más inevitable. Y si ese salvavidas de la UE llegare a sobrevenir, se da por cierto que traerá aparejadas unas cláusulas draconianas. Los pensionistas y los funcionarios acaparan los números del gran sorteo que va a convocarse para sufragar el grueso de la factura de la crisis.

Nos aguardan tiempos de terrible confusión y zozobra, solo aptos para mentes frías. Para colmo de males, estos dramáticos momentos nos pillan con un Gobierno compuesto por un hatajo de individuos mediocres, petulantes y vocingleros. El consejo de ministros se muestra totalmente sobrepasado por el curso de los acontecimientos. Y sus miembros andan entregados en cuerpo y alma a un solo menester miserable: la propaganda y el autombobo.