“La necesidad perentoria de una renta básica en este momento no debería ser coartada para una especie de subsidio permanente que retirase del horizonte de las personas pensar en un trabajo, y que grupos amplios de ciudadanos acabasen viviendo de manera subsidiada”
De leer estos comentarios sin saber de su autor, uno tendería a pensar que podrían corresponder al economista jefe de algún think tank conservador como, por ejemplo, la FAES. Pero no es así, son manifestaciones de la Conferencia Episcopal Española, en concreto de su portavoz el obispo Luis Argüello.
Leía estas declaraciones cuando llevaba días pensando en el silencio de la Iglesia en los últimos meses. Cuando la desorientación es tan enorme, y millones de ciudadanos se encuentran en una situación muy difícilmente sostenible, encerrados en sus domicilios minúsculos y atemorizados ante el mundo que les espera, la Iglesia debería emerger como una voz decidida y exigente a favor de los más desfavorecidos.
Y hacerlo entendiendo el porqué más profundo de un desastre que viene de lejos, pues el Covid-19 no añade nada, lo que hace es agravar las fragilidades y sinrazones que ya existían hace unas semanas: el paro se duplicará, y el futuro se disipará aún para muchos ciudadanos que se precipitan por una marginalidad sin salida, personas que ayer pretendían educación y salud, y sus aspiraciones de hoy se limitan a techo y comida.
Sin embargo, el portavoz apela en su intervención a aquella supuesta tendencia natural de los pobres a la vagancia, convencido de que un joven, de poder elegir, optará por estar todo el día tumbado y malvivir de una subvención de 500 €, antes que acceder a un trabajo digno que le permita dibujar su futuro. O que el cabeza de familia se siente más cómodo con una subvención de 800 euros, y pasarse el día en el bar, que contar con un empleo estable y dar ejemplo de vida a sus hijos. ¿Porqué, en vez de desautorizar la renta vital, no se pregunta la razón de la enorme dificultad por acceder a un trabajo digno? Un gran mensaje apostólico el de Monseñor Argüello.
Por suerte, hay otra iglesia que, lejos de los aspavientos afectados de la jerarquía, está resultando fundamental para mantener la cohesión social en estos tiempos. Un entramado organizativo, con Cáritas como ejemplo paradigmático, que no sólo se ha multiplicado en estas semanas, sino que se está ya preparando para la que se nos avecina.
Tanto que ahora se apela a la política a recuperar el espíritu de la Transición, también convendría recuperar aquella Iglesia comprometida de finales del franquismo y primeros años de vida en democracia, arraigada y referente en barrios difíciles.
Una sensibilidad que recoge el nuevo presidente de la Conferencia, el cardenal Juan José Omella pese a que, dicen los expertos, le va a resultar imposible renovar el ente eclesiástico. Persona sencilla e inteligente, escucha y se deja aconsejar. Confiemos que el milagro se produzca.