Imagino que todos ustedes leyeron, probablemente llevándose las manos a la cabeza, la noticia de que Boris Johnson, el primer ministro del Reino Unido, abogaba sin titubeos --aunque ya parece no tenerlo tan claro así han ido pasando los días y la situación se agrava-- por el darwinismo social como decisión salomónica ante el dilema de preservar «la bolsa o la vida» de la ciudadanía. Inmersos como estamos en el despiadado embate de una pandemia, de un enemigo intangible que incluso se puede llevar por delante el Sistema --piénsenlo, porque no es descartable en absoluto--, toca decidir. Y ese es el angustioso resumen, la encrucijada: ¿A quién debemos salvar in extremis de la debacle, a la población o a la economía?
Los números vinculados a esa noticia, que tiene su origen y fuente en un documento de consumo interno de las autoridades sanitarias inglesas, son escalofriantes. En el informe se aventuraba que fácilmente el 80% de la población del país se contagiaría, con mayor o menor virulencia, a lo largo de los próximos meses. Y apuntaba a que en el plazo de un año casi ocho millones de británicos deberían ser hospitalizados. La cifra produce auténtico vértigo. Si a esa magnitud estratosférica de infectados le aplicamos la ratio media de mortalidad que el Coronavirus va dejando a su paso en su inexorable avance por el planeta --el 3,4% según la OMS; hace una semana, en España, era del 4%-- nos topamos con que en el mejor de los escenarios 272.000 ingleses de a pie, en su mayoría de más de 60 años, entregarán sus vidas a fin de que Britania siga imperando en los mares, o como mínimo, en el cauce del Támesis, que no es poco. En la parte superior de la horquilla de mortandad, podríamos estar hablando de casi 400.000 personas.
Cifras similares han barajado Emmanuel Macron y Angela Merkel en Francia y en Alemania. Barra libre de contagio a gogó, sin límite, para una horquilla de población que oscilaría entre el 60% y el 80% de la ciudadanía en el mejor y en el peor de los casos. Fuera de Europa, asusta aventurar hipótesis de lo que podrá suceder en un gran territorio como Estados Unidos, potencia económica mundial que pese a toda su potencia tiene una de las sanidades públicas más paupérrimas del planeta --el precio de un test de Coronavirus ronda los 3.000 dólares--, y teniendo muy presente que incluso los carísimos seguros médicos que suscriben aquellos que pueden pagarlos son, en buena medida, de copago.
Donald Trump empieza a ser muy consciente de los estragos que puede causar el virus. Nueva York, San Francisco y Los Ángeles se preparan para lo peor, aunque solo 1 de cada 3 estadounidenses está cumpliendo con la reclusión y el distanciamiento social ahora mismo. Y de África, o de países como Venezuela, mejor ni hablar, porque la pandemia puede llevarse por delante millones de vidas.
Parece claro que el maldito Coronavirus --que de gripe de Kleenex y paracetamol tiene muy poco-- nos ha salido tremendamente eugenésico y clasista. Si en la crisis económica mundial de 2008-2015 contemplamos aterrados cómo la clase media, orgullo de la próspera Europa, salía de la experiencia hecha trizas, ahora, de la que nos cae inexorable, no podemos esperar sino salir hechos picadillo o abono orgánico, perdiendo, por el camino, a nuestros seres más queridos, a los que en la vicisitud precedente mencionada fueron y actuaron como baluarte, salvando a muchos, con su dedicación, esfuerzo y pensiones, de la miseria.
Porque más allá del desolador escenario bélico en el que nos hemos instalado en menos de dos semanas desde la irrupción de la pandemia --con la población recluida a cal y canto en sus casas; fronteras cerradas; hoteles reconvertidos; hospitales de campaña; calles y carreteras vacías; aplazamiento sine die de la Liga de Fútbol; unos Juegos Olímpicos ya aplazados y un Estado de Alarma prorrogado-- provoca indescriptible angustia ir, en paralelo, tomando nota del monumental estrago económico y social con el que los más optimistas auguran nos toparemos cuando pongamos punto y aparte, o punto y final --gracias a una remisión estacional de la pandemia o a una providencial vacuna--, a este jinete apocalíptico que ahora anda suelto y sin control. Es para echarse a temblar. El mundo no ha vivido nada igual desde la Segunda Guerra Mundial.
Christine Lagarde, presidenta del BCE, prometió inyectar tanta liquidez en las arterias del Sistema como se precise, de modo en que los Estados puedan emitir tanta deuda como crean necesaria ante una crisis de esta magnitud, y los líderes de los gobiernos europeos aprobaron medidas similares: Macron anunció 300.000 millones de euros para préstamos bancarios a empresas, y Pedro Sánchez presentó un paquete de medidas de choque por valor de 200.000 millones; un escudo destinado a proteger a asalariados, autónomos, empresas, sector sanitario e investigación.
La consigna que repite hasta la saciedad en sus habituales comparecencias televisivas es: «No dejaremos a nadie atrás». Pero lo cierto es que a la ciudadanía no le llega la camisa al cuello ante el desplome del IBEX, bolsas, valores y mercados; la ralentización progresiva del comercio mundial; la brutal avalancha de ERTES y de ERES solicitados por casi el 90% de los clientes de las principales gestorías laborales del país, e incluso la depreciación de los llamados valores refugio, como el oro, que perdió un 5% de su cotización días atrás. Europa camina hacia la parálisis total, y hasta un iletrado sabe que las cifras de paro en España, y en muchos países de nuestro entorno, serán aterradoras.
Más allá del desastre humano, social y económico, son incontables las preguntas que un análisis desapasionado de la realidad suscita: ¿Cuánto durará esta pesadilla?, ¿logrará soportar la población un largo confinamiento, de dos meses o incluso más?, ¿funcionarán las medidas de contención?, ¿a cuántos perderemos por el camino?, ¿qué destrozo irreparable dejará esta pandemia en nuestras vidas?, ¿cuántas empresas no volverán a abrir nunca más sus puertas?, ¿acabaremos viviendo bajo un puente y recurriendo a comedores sociales?, ¿nos llevará una experiencia tan catártica como esta a replantearnos las cosas, la cacareada escala de valores, y a abrazar en el futuro un nuevo paradigma, un ideal mejor?
Europa, convertida en el epicentro de una peste que se nos antojaba ajena y lejana, corre a encerrarse intramuros; baja el rastrillo, iza el puente levadizo y tapia hasta la última poterna de acceso, como hiciera el Príncipe Próspero con toda su corte en La máscara de la muerte roja, el célebre relato de Edgard Allan Poe, mientras busca desesperadamente, a contrarreloj, la solución al mayor desafío de su historia.
Mantengamos todos el ánimo alto, la convicción y la esperanza. La fuerza colectiva, la unidad y la disciplina van a jugar un papel esencial en esta batalla. Hallemos alivio pensando en que son incontables las personas que combaten este mal desde todos los frentes y ángulos, e infinito el talento empeñado en una victoria que llegará, sin duda alguna. Mientras tanto actuemos como héroes aunque por dentro nos atenace el miedo: tengan paciencia, no pierdan el temple y dispensen afecto, calor y solidaridad en todo cuanto hagan. Aunque nos parezca una frase hecha, manida, este es el momento para dar lo mejor de uno mismo.