Recuerdo perfectamente mi último día en Madrid. Era martes. Estaba reunida con Oxfam Intermón para tratar su propuesta de renta garantizada, equivalente, con algunas diferencias, a la proposición gubernamental del ingreso mínimo vital. Iniciativas innovadoras y ambiciosas que tanto la entidad como el Gobierno de España defienden como un recurso para las personas sin medios económicos. Desde el punto de vista de la gestión pública, su implementación ayudaría también a la optimización de recursos humanos y económicos, y a la desburocratización del trabajo social en favor de la intervención comunitaria. Un método defendido por profesionales y académicos/as de las políticas sociales, pero poco aplicado en la realidad cotidiana, debido a las grandes cargas de trabajo derivadas de la gestión reiterada de ayudas puntuales de distinta índole, tales como las becas comedor o para material escolar, las ayudas alimentarias o los pagos de suministros y/o alquiler, por citar sólo algunos ejemplos.
En ese momento recibí una llamada de Adriana Lastra. La portavoz del Grupo Parlamentario Socialista, me pedía que, como portavoz de Derechos Sociales, atendiese a la entidad Amics de la Gent Gran, que desde Barcelona se dedica a paliar el aislamiento de las personas mayores. La carta, firmada por Maurici Blancafort, voluntario de la fundación, nos instaba a reconocer el Derecho al Acompañamiento Afectivo. Entonces todavía no lo sabía, pero Maurici y su acompañamiento afectivo, me seguirían en los días venideros.
De eso hace tan sólo dos semanas, pero parece una eternidad. Y una eternidad en un mundo líquido como el que definió el sociólogo polaco Zygmunt Bauman antes de morir, y experimentado por todos y cada una de nosotras cada día con mayor intensidad, puede ser el Todo o la Nada. Puede ser el Todo cuando se vive y se muere en comunión con el sistema imperante, el capitalista. Pero también puede ser la Nada cuando nuestra forma de vivir entra en contradicción con ese mismo sistema. Conflicto agudizado cuando la tensión no se produce por un sentimiento colectivo de rebelión contra las reglas establecidas, sino por un agente externo: el Coronavirus.
Durante estos días de confinamiento que parecen semanas, y estas semanas que parecen meses, si algo estamos teniendo los y las ciudadanas que no estamos en primera línea haciendo, de manera heroica, de escudos humanos contra la enfermedad, es tiempo. Tiempo para ser y estar en soledad y en comunidad. Una comunidad restringida, ya que se limita, en la mayoría de casos, al modelo de familia nuclear. En efecto, nuestros mayores no sólo no están con sus hijas e hijos, y con sus nietos y nietas en estos momentos, sino que su protección, paradójicamente, es su aislamiento. Y ese aislamiento forzoso me recuerda, una vez más, el acompañamiento afectivo, e imagino, no sin sentir el escalofrío en mi piel, la combinación de tristeza y terror que debe suponer el morir en soledad. Desgraciadamente, algunas personas mayores lo están experimentando estos días. Y junto a ellas, desde la distancia, sus familiares y seres queridos, que lloran, como hacía Antígona con Polinices, el no poder dar sepultura a sus difuntos.
Afirmaba la filósofa malagueña María Zambrano que pertenece a la esencia trágica de la vida el necesitar del otro aún para la libertad. Y si algo debe enseñarnos esta pandemia que nos ha azotado individual y colectivamente, es precisamente eso, la necesidad del otro, el valor del bien común, el poder de lo público. Cuando pase el confinamiento, será el momento de dar un paso al frente y reivindicar frente al individualismo y al egoísmo, el valor de los afectos y los vínculos, el valor de los apegos y los cuidados, el valor de lo colectivo y lo comunitario. El valor, en definitiva, del humanismo.
Y finalmente llegará el día, no muy lejano, en el que nuestros mayores explicarán a los menores de la comunidad, como si de una leyenda se trátase, la historia de un virus que hizo enfermar a los sabios y sabias del lugar. Un virus inmenso y devastador que intentó robar la esperanza a los mortales. Pero --también explicarán-- que justo cuando se disponía a hacerlo, los balcones se llenaron de aplausos que alimentaron las almas y los espíritus por igual. Y fue entonces, sólo entonces, cuando los ciudadanos y ciudadanas del mundo, unidos fraternalmente, vencieron la enfermedad. No sólo la del virus, también la de la humanidad.