El Rey no debería comparecer ante la nación si no tiene nada que decir o no quiere decir nada. El país tiene pendiente una explicación del mal uso de la corona por parte del rey emérito pero Felipe VI utilizó su privilegio de dirigirse a sus súbditos en prime time para limitarse a remachar el habitual discurso del presidente del Gobierno en esta desgraciada crisis del coronavirus. Pedro Sánchez estará contento, el monarca utilizó todos sus vocablos de batalla: unidad, resistir, expertos, crisis temporal, aparcar las diferencias, responsabilidad, venceremos. Pero debe ser de los pocos satisfechos.
“La historia de los pueblos se pone a prueba”, dijo Felipe VI para remarcar la magnitud del reto en el que estamos atrapados por una pandemia que ha descolocado a científicos y gobernantes. Pero olvidó el otro desafío que España, mejor dicho, la monarquía constitucional española, tiene planteado en este preciso momento histórico, tal vez porque desde la Zarzuela no pudo oír la cacerolada de fondo que acompañó a su discurso. Un discurso previsible, tradicional, protocolario, insignificante, una pamplina protocolaria sin alma ni credibilidad.
Un rey sin credibilidad es una amenaza para la propia corona y una corona débil es un factor de inestabilidad para el sistema constitucional que se pretendió sustentar en la monarquía parlamentaria. Y un rey que tiene un problema como el que tiene Felipe VI con la sombra de las irregularidades su padre no puede salir a hablarle al pueblo como si nada existiera o como si nada supiéramos. Haciéndolo, empeora su crédito institucional y ahoga el mensaje que pretendía emitir porque habría más gente esperando lo que no dijo que lo dicho.
España no puede tener dos reyes y eso es lo que ocurre cuando dos miembros de la familia Borbón gozan de la inviolabilidad reconocida al titular de la corona. Dos reyes son demasiado para cualquier monarquía, sobre todo cuando cada día hay más gente que cree que incluso uno es excesivo. El discurso de anoche no le hizo ningún favor a Felipe VI, por lo que no enfrentó y por lo que recitó. La situación es mucho más delicada de lo que su tono y sus palabras atendieron. Hay que ser muy monárquico para interpretar que detrás de aquel atril había un líder que se dirigía al corazón de la gente, una referencia nacional que se ofrecía a todos para soportar el embate de la pandemia.
Fue una oportunidad perdida, un nuevo recorte del escaso crédito que le resta a la corona desde que en una lejana noche de febrero de 1981 un rey de uniforme salió por televisión para darnos las buenas noches y alejar el fantasma de unos militares atrincherados en el Congreso de los Diputados. Las comparecencias reales responden todavía a un libro de estilo antiguo que solo algunos presidentes de república, forzosamente franceses, son capaces de defender con cierto éxito.
Pedro Sánchez no es un orador exquisito, sin embargo, entre su intervención del martes y la de anoche de Felipe VI no hay color y eso que el presidente del Gobierno estuvo rozando el tedio a pesar de estar anunciando la mayor inversión económica del Estado en toda su historia; un esfuerzo descomunal que en el discurso del Rey se tradujo en una escueta referencia al “Estado volcado” en combatir la pandemia. Todo muy funcionarial.