Había una vez un partido que se llamaba Convergència. Todo eso acabó por intercesión de la CUP. Y ahora estamos a la espera de que la ciudadanía de Cataluña sea convocada a las urnas para cortar el nudo gordiano de sus recuentos. Seguiremos sumando más votos que escaños y un voto rural valdrá tres veces más que un voto metropolitano. Votaremos lo mismo y todo lo contrario.

Transitamos la senda de los dinosaurios del nacionalismo y al mismo tiempo hay quien cree explorar la democracia virtual, pero seguimos en manos de un simple artefacto que se llama urna. En paralelo, rige un proceso de desintermediación con efectos políticos impremeditados. En otra página de la Convergència que acabó en Junts per Catalunya (JxCat) y la CUP vemos que la corrupción política afecta al ejercicio de la democracia como compraventa de decisiones públicas, dada la existencia de unos canales de poder ajenos a las normas de juego. Es el legado de toda una dinastía Pujol. Así es como el independentismo quiso saltarse las formas democráticas, la estricta rendición de cuentas. Colea aún el 3%. Queda un margen para más sentencias judiciales. No está clara la seguridad jurídica para el inversor.

Ha sido el fraude piramidal de quienes propugnan el curso de la masa por encima de la ley. Así ha acabado Convergència, sin identidad, sin principios, sin líderes, sin valores ni integridad. Todo comenzó en Montserrat y acabó en el vis a vis carcelario. Pierde la credibilidad del sistema, la dignidad de los atributos del poder, su duración estable y la confianza mínima de una comunidad. Así avanza la balcanización de la representatividad. El parlamento de Cataluña va a quedar muy malherido.

¿Qué es lo que va de Artur Mas a Puigdemont y de Junqueras a Torra? ¿Cómo podemos, a través de un sistema de controles y equilibrios, fiscalizar a aquellos que están en el poder de forma que estemos seguros de que no abusan? La demagogia y el emocionalismo han llevado a una crisis de control y de legitimidad. Que no falten las lágrimas de Marta Rovira. No las enjuga ni la empatía de Pedro Sánchez.

Al sociólogo francés Raymond Boudon le leemos poco porque no es confuso y es liberal. Por eso preferimos a Pierre Bordieu, porque es confuso y es dogmático. Boudon ha rastreado las mil y una encuestas para concluir de forma cautelosa que el sentido de los valores subsiste. Por ejemplo: generalmente aceptamos la distinción entre el bien y el mal, pero vemos menos claro que sea fácil concretarla. Del mismo modo, la autoridad no es aceptada más que cuando algo la justifica. El crepúsculo del deber no es irreversible, porque vivimos en sociedades que todavía mantienen anclajes, pero incide especialmente en la fragilidad de la convivencia en Cataluña. La sociedad habrá de autoestabilizarse. La política catalana está por reinventarse y eso no pasa por resucitar el pujolismo. Las urnas ya esperan.