El Euskadi Buru Batzar, la cacofonía del silencio, despliega sus alas sobre la política española. El actual jefe del Buru Batzar, comité ejecutivo del PNV, Andoni Ortuzar, ha dado la campanada esta semana al visitar en Lledoners a Oriol Junqueras y confirmar el apoyo de ERC a los Presupuestos Generales del Estado, que Sánchez quiere llevar al Congreso antes del verano. Ortuzar acudió a la cita acompañado de Aitor Esteban, su valet de chambre, que se pasea por Madrid como un ministro sin cartera, pero que, en el Sabin Etxea de Bilbao, pasa desapercibido.
La dirección del PNV solo ha sido burlada una vez; fue en la etapa de Ramón Rubial, presidente del Consejo Nacional Vasco por designación de UCD y PSOE, en contra del nacionalista Juan Ajuriaguerra. Rubial nunca llegó a lehendakari; este cargo pertenecía a Leizola, que estaba en París y regresó del exilio (con más sigilo que Tarradellas) para presentarse en San Mamés, con lleno hasta la bandera y la gabarra del Atleti preparada en la ría por si tenía que darse un paseo por aquel Bilbao metropolitano y oscuro, convertido hoy en obra de arte, gracias a la gentrificación del Guggenheim.
Todo esto viene al caso porque ahora, en Cataluña, con los comicios en ciernes y en pleno vacío de poder, una posible victoria de JxCat situaría a Puigdemont con un pie en el Pirineo y el otro en Cataluña, como le ocurrió a Leizola, antes del regreso, cuando se instaló en el Hotel Madison de San Juan de Luz, para poner en regla el Estatuto de Gernika.
Los ponentes vivos de la Constitución del 78, Rodríguez de Miñón y Miquel Roca, no parecen partidarios de modificar a fondo la Carta Magna, y menos para meter con calzador la autodeterminación acompañada de sus corolarios refrendistas. Tienen razón, porque ya se evitaron males mayores el día que excluyeron de la ponencia a Xabier Arzálluz. Este último metió en el mapa vasco a Navarra y al enclave de Treviño (Burgos, Castilla y Leon) para hacerse con el cetro vitalicio del Buru Batzar, a cuyos 14 miembros se les conoce también como burokides. A estos vocales del mando del PNV se les hace responsables de mantener el espíritu del Jaungoitia Eta Lagizarrak (Dios y Ley vieja). Muy progres, desde luego, no son. Ellos toman nota y deciden sin rastro de consulta digital a las bases, legiones endomingadas afines a la basílica bilbaína de Santiago.
Pero no se engañen, el toque rancio del nacionalismo vasco solo es epidérmico; por debajo late la misma ansia de poder que ha mostrado siempre el mundo de Neguri, donde se concentran las cúpulas de las finanzas y el hierro, un pequeño universo alimentado desde Deusto, la alta escuela jesuítica, granero de las élites. Cuando se trata de España, en Euskadi no se mueve un dedo sin escuchar la alta voz del muecín. El Buru Batzar toma las decisiones estratégica y el Gobierno de Vitoria las aplica. Iñaki Urkullu, el lehendakari, no sabe ni contesta; no tiene voz ni voto en la ejecutiva de su partido. Los miembros territoriales del aparato --Joseba Egibar (Gipuzko); José Antonio Suzo de Araba (Araba); Itxaso Atutxa (Bizkai); Unhai Uhalde (Napar o Navarra) y Pako Arizmendi (Ipar o País Vasco Francés)-- hablan lo justo. Los ocho miembros restantes del organismo, descontado Ortuzar, están sometidos a la ley del silencio y al estricto anonimato. Si les preguntas te dicen “así lo hacemos, ¿Qué tomas?” Son amables en el trato, pero a saber de qué caserío han bajado estos ocho y que habrán desayunado. Los intocables en la etapa de las pistolas lo siguen siendo.
En estos días, marcados por los encargos de Sánchez a su socio Ortuzar, se manifiesta el uso a destajo de la Real Politik, el utilitarismo pragmático por encima de las convicciones. El PNV vuelve a ser decisivo en la política española, como ya ocurrió en la moción de censura y en la investidura de Sánchez. La clave de bóveda empezó a instalarla el mismo Andoni Ortuzar el día que llamó a Mariano Rajoy para comunicarle que el Euskadi Buru Batzar había decidido apoyar a Pedro Sánchez. Mariano ya era un cadáver exquisito cuando el PDeCAT de Carles Campuzano inclinó la balanza, porque ERC se le adelantó en el apoyo a Sánchez. El resto es bien conocido: el ex president instalado en Waterloo se sintió traicionado, laminó la resistencia de la antigua Convergència, izó el estandarte de JxCat y puso en marcha, sin darse cuenta, el camino de su decadencia, más allá de sus victorias aparentes en los tribunales europeos.
Ahora, al reforzar al nuevo Gobierno, el nacionalismo vasco ha impuesto como contrapartida varias condiciones clásicas y duras de pelar: un pacto fiscal que permita a las diputaciones forales mantener su dumping tributario respecto al resto de comunidades autónomas; mantener la representación internacional y finalmente pactar un nuevo Estatuto en línea con los aspiraciones nacionalistas, con el añadido de las competencias de tráfico para Navarra, el territorio anexionable, cuya sola mención levanta ampollas en media España. Lo dictó Andoni y Aitor solo lo tuvo que entregar en la conserjería de Moncloa.
Hace ya muchos años que Carlos Garaikoetxea, siendo lehendakari, quiso cambiar las reglas y acabó escindido con una marca hoy irreconocible de Eusko Alkartasuna. Cuando a la salida de Arzalluz, Josu Jon Imaz se encaramó a la presidencia del Buru Batzar quiso cambiar las cosas con una buena dosis de transparencia; tuvo que dimitir y fue recuperado por su amigo Antoni Brufau en lo más alto de Repsol. Si esto les pasa a los mandos, ni te cuento lo que le espera al diputado del PNV en el Congreso que quiera ir por libre. Por lo visto, la división de poderes entre el aparato y las instituciones es un pelín más dura que la de Montesquieu. Y claro, cuando habla el conducator Ortuzar lo hace en nombre de Euskadi.