Puede sorprender la baja penetración de placas fotovoltaicas como fuente de energía en un país con tantas horas de sol como España. En Holanda casi el 10% de viviendas cuentan con placas fotovoltaicas, en Alemania el 4%, pero en España son menos del 0,1%. Es cierto que la mayoría vivimos en pisos y no en casas unifamiliares y que las empresas eléctricas no están, en general, por la labor. Pero la culpa es, sin duda, de lo “listillos” que somos los españoles.
En 1984, Iberdrola abrió la primera planta fotovoltaica en nuestro país y Atersa, hoy dentro del grupo Elecnor, realizó las primeras instalaciones domésticas en 1993.
Desde entonces, el desarrollo de esta energía se caracteriza por largos periodos de muy baja actividad y algunos sprints vertiginosos, lo que no ayuda nada a construir una industria local, por más que tengamos lo más importante: el sol. Invertir en fotovoltaica ha sido, en ocasiones, un terreno abonado para quien busca el dinero fácil más que para las empresas serias y por culpa de los especuladores de corto recorrido los distintos gobiernos no acierten con la tecla de un crecimiento regular y sostenible.
El Gobierno de Rodríguez Zapatero fue uno de los que más decididamente quiso impulsar la energía fotovoltaica. El sistema estuvo obligado a sobrepagar los watios que se inyectaban a la red, pues el desarrollo de la tecnología en aquel momento no permitía hacer rentables inversiones sin ayudas.
Quien tenía una placa solar vendía la electricidad producida al sistema eléctrico a un precio muy superior del resto de fuentes. Pero pronto aparecieron los especuladores que lograban multiplicar de una manera espectacular su rentabilidad gracias a la facilidad para financiar sus proyectos.
Así, grandes patrimonios, fondos e incluso grupos de particulares lideraron unas inversiones que se las prometían muy felices a costa del erario público, pues no era otro sino el Presupuesto del Estado el que asumía el sobrecoste. De repente, aparecieron por media España “huertos” solares, instalaciones en el suelo generalmente en zonas poco pobladas y, por tanto, sin consumo cercano y hasta sin infraestructuras suficientes para evacuar correctamente la electricidad producida. En menos de dos años se multiplicó por 27 la potencia fotovoltaica instalada en España porque el incentivo disparaba la especulación. Había nacido una burbuja que tuvo que pincharse.
Se fueron poniendo parches y parando nuevas instalaciones, para al final tener que desdecirse generando una de las mayores inseguridades jurídicas de nuestra democracia. Las inversiones realizadas al amparo de una ley se volvieron ruinosas por otra ley posterior, haciendo perder gran parte de su dinero a fondos, empresas, bancos y, también, a pequeños inversores. Los fondos siguen hoy su pelea contra el Estado español, generalmente en cortes internacionales, mientras los pequeños inversores han perdido lo que iba a ser una renta para su jubilación.
Durante casi diez años, la inversión en energía fotovoltaica ha estado congelada como consecuencia de este fiasco, especialmente desde la imposición del impuesto al sol. La energía fotovoltaica no solo había dejado de estar primada, no solo era complejísimo darse de alta como productor, sino que se le cargaba con un impuesto del 7%. Nadie invertía en esta tecnología.
Pero la llegada de un Gobierno que ve en la transición energética uno de los pilares de su actuación ha abierto de nuevo la espita de la fotovoltaica, ahora sin primar, pero también sin castigar. Y de nuevo la burbuja amenaza con volver a parar el desarrollo de una fuente de energía que necesitamos.
Desde que se ha eliminado el “impuesto al sol” se están solicitando muchos permisos para nuevas instalaciones, tantos como que si se materializasen todas las autorizaciones concedidas, ya se doblarían los ambiciosos objetivos marcados para el medio plazo. Se acabó 2018 con 2,5 GW fotovoltaicos, 2019 con 8,7 GW y se aspira a tener 40 GW en 2030.
Se busca un crecimiento exponencial que, seguro, se logra porque los permisos concedidos ya suman 77,3 GW adicionales, lo que en caso de ponerse todos en marcha darían 86 GW, más del doble de lo planificado. Pero parte de estos permisos se han pedido para ser revendidos, al estilo de las licencias de los taxis, lo cual no es precisamente lo que ambiciona el regulador.
Y con este escenario de preburbuja, las instalaciones domésticas no acaban de despegar porque a casi nadie le importan. Ante esta avalancha de proyectos habría que legislar más fino y apostar por placas en los tejados, sean de viviendas, de almacenes, fábricas, parkings, estaciones de tren o aeropuertos.
Hay mucha superficie expuesta al sol con nula actividad que podría usarse para instalar placas fotovoltaicas. Esperemos que la especulación no vuelva a castigar al autoconsumo.
No se trata de hacerse rico vendiendo electricidad, con no pagar la factura de la luz y regalar el excedente al sistema seguro que muchos ciudadanos estaríamos satisfechos. Pero la ambición y la especulación apuntan a que habrá de nuevo un frenazo en el sector. No aprendemos y debido a esa ambición desmedida seguimos a oscuras en un país en el que si algo sobra es el sol.