Pues sí. En Cataluña nos estamos acostumbrando a reunirnos en la plaza de Sant Jaume cada vez que una sentencia no nos gusta. De momento, allá que vamos si se condena a los líderes del procés, si hay sentencia contra Artur Mas o, como este fin de semana, si la justicia inhabilita a un presidente por haberse negado a cumplir la ley, como era su obligación. Tan edificante uso de una plaza pública fue inaugurado por Jordi Pujol, allá por los años 80, cuando fue condenado por dejar un pufo gigantesco en Banca Catalana. Los hijos y nietos de los que jalearon a Jordi Pujol --incitándole sin saberlo a que continuara con sus tejemanejes económicos, como así hizo el Molt Honorable, supongo que considerando que tenía un mandato del pueblo que le facultaba a ello-- estuvieron este fin de semana haciendo lo propio con Quim Torra, que supongo se habrá sentido tan legitimado como su antecesor para seguir ciscándose en la ley. Si Sant Jaume --Santiago para el resto de españoles-- levantara la cabeza y viera que la plaza que lleva su nombre se ha convertido en un páramo donde --turistas japoneses aparte-- periódicamente se reúnen ciudadanos para alentar a sus líderes a delinquir, se lo pensaría dos veces antes de viajar desde Jerusalén hacia estos pagos.
Tiempos aquellos en que sólo íbamos a la plaza de Sant Jaume para celebrar triunfos del Barça. Desde que la junta directiva decidió que las celebraciones tuvieran lugar en el Camp Nou, la pobre plaza, centro neurálgico del barrio gótico, había quedado casi huérfana, debido al desuso. Por fortuna, alguien pensó que sería un buen lugar para seguir gritando "puta España", ahora con la justicia en el punto de mira en lugar del Real Madrid. Ya ni siquiera hace falta una convocatoria oficial. Cuando la justicia empura a cualquier cargo electo, así sea por haber sido pillado con la mano en la caja o bajo la falda de una secretaria, inmediatamente los más fieles de entre los fieles se dirigen allí a gritar. A gritar lo que sea, pero a gritar contra la justicia española. Se está convirtiendo en una tradición tan genuinamente catalana que, como dentro de poco ya no van a quedar políticos catalanes por imputar o condenar, no se descarta que se siga practicando también en favor de reos no electos, desde el chorizo que duerme en el calabozo por haber robado el móvil a una turista, hasta el borracho que a la salida de la discoteca ha apuñalado a un transeúnte. Al fin y al cabo, si esos catalanes que tienen por costumbre acudir a la plaza de Sant Jaume, no confían en la justicia, para no caer en discriminaciones deben acercarse a ella cada vez que un tribunal dicte sentencia condenatoria contra quien sea.
Al fin y al cabo, convencer a la turba que se congrega en dicha plaza es pan comido. Ignoro si es porque ahí existe un microclima que produce efectos alucinógenos en quienes se reúnen en ella, pero basta con salir al balcón --a cualquiera de sus dos balcones-- y berrear que lo que le ha sucedido a uno es un ataque a Cataluña, para que la multitud parezca poseída por el maligno y está dispuesta a todo (aclaro que "todo" en catalán, no significa más que quemar un par de contenedores en cuanto termina la reunión). Da igual que lo haga Pujol, Mas, Torra o el borracho que ha apuñalado al transeúnte: la plaza de Sant Jaume no engaña, siempre se declara favorable al que sale en el balcón. Algo tendrán esos balcones, seguro, para que todo el que asoma por ellos se crea inmune e impune, y para que los que lo vemos desde casa lo veamos solamente como un inútil.