En la otra orilla del recogimiento místico ortodoxo, con el que a veces se confunde, surgió el dejamiento de los alumbrados, calificado en el capítulo de los franciscanos de 1524 de “peste herética y blanda”, porque “se dejan a la disposición divina y no quieren hacer nada, a no ser que se les sugiera por inspiraciones o revelaciones divinas”. A diferencia de los recogidos, los alumbrados o dejados ponían el énfasis en la unión pasiva con Dios, negaban la utilidad de los ritos eclesiásticos y de los sacramentos, para obtener la salvación, y rechazaban la existencia del purgatorio, unas concomitancias con el erasmismo y el luteranismo que los pusieron en el punto de mira de la Inquisición.
Iluminados por el amor de Dios y sintiéndose libres de culpa cualesquiera que fueran sus actos, los alumbrados se dejaron llevar por las tentaciones de la carne, aboliendo la noción de pecado y propugnando el amor físico como medio para alcanzar el éxtasis religioso. Una paradoja que el franciscano Luis de Maluenda condenó, pues “en sus reuniones y pláticas comienzan en el amor de Dios y acaban en el amor a Venus”, y Francisco de Osuna, máximo exponente del recogimiento, expresó diciendo que “juntan el hierro de la fortaleza del espíritu y el barro de la flaqueza humana, siendo muy contrarias la carne y el espíritu”.
Sin llegar a las excentricidades de Diego Hernández, un clérigo loco al que le gustaba vestirse de mujer y tenía varias amantes, el mejor exponente de la sexualidad entendida como discrepancia religiosa fue Francisca Hernández, líder de un conventículo de alumbrados que actuó en Salamanca y Valladolid entre 1515 y 1528. Beata atípica, que no quería estar encerrada, ni gustaba de la austeridad, el apostolado de Francisca estaba en el mundo: disponía de criados, excelente comida, una cama blanda y la compañía de hombres a los que dispensaba una sospechosa hospitalidad. Secundada por el sacerdote Antonio Medrano, constituyó un círculo creciente de clérigos, frailes y seglares que, atraídos por sus enseñanzas carismáticas sobre la oración mental y la interpretación de las Sagradas Escrituras, gozaron de sus favores y la financiaron. Medrano llegó a convencer al joven Antonio de Calero para que vendiera sus bienes y donara el dinero obtenido a las arcas de Francisca.
En 1519, Francisca Hernández tuvo que presentarse ante la Inquisición y salió airosa del lance, aunque se la condenó a cortar toda comunicación con Medrano y a vivir al menos a cinco leguas de distancia. Francisca se instaló entonces en la residencia del contador real Pedro de Cazalla, donde siguió reclutando discípulos y admiradores entre las filas de la nobleza, el monasterio franciscano y algunos profesores de Alcalá partidarios del programa reformista de Erasmo. En 1523 conoció a fray Francisco Ortiz, consejero de la Orden de San Francisco de Asís, quien no dudó en hacer de ella su consejera espiritual y en seguir sus recomendaciones. Incluso, en 1524, a Ortiz se le dio a elegir entre la Orden y Francisca Hernández y la eligió a ella; a pesar de lo cual no llegó a ser expulsado. En 1526, Francisca impidió a Francisco Ortiz ser predicador de Carlos V.
Pero ni su fuerte personalidad, ni su creciente popularidad la protegieron del escándalo. Leonor de Vivero sospechaba que mantenía relaciones con su marido, Pedro Cazalla, y la denunció al Santo Oficio. El 31 de marzo de 1528 fue trasladada a las cárceles de la Inquisición de Toledo. El 7 de abril, Francisco Ortiz lanzó en su homilía en la iglesia de San Juan de los Reyes una fuerte crítica al Santo Oficio y al inquisidor general, Alonso Manrique, por tener encerrada a Francisca Hernández y fue encarcelado él también.
En el proceso a Medrano, Francisca Hernández, a la pregunta de si había mantenido relaciones con él, respondió que sí, pues “le tenía por Dios y por eso se lo permitía”. Por su parte, Medrano alabó el maravilloso poder de la beata para sanar los tormentos de la carne, aunque cuando le privaron de su compañía siguió manteniendo “deshonestidades” con mujeres en el ejercicio de su oficio sacerdotal: “Conversaba con muchas mujeres hermosas, beatas y doncellas; las abrazaba y besaba y se echaba con las mujeres en la cama y se ponía sobre ellas diciendo que no recibía alteración de la carne alguna y así se había de ejercitar la castidad y amortiguar las pasiones”. Sometido a tortura, confesó que “toda comunicación con Francisca Hernández fue de carne, en Salamanca y en Valladolid en casa del licenciado Bernardino [Tovar] y que las noches que durmió en su misma casa de la dicha Francisca, se levantaba algunas noches y se echaba en su cama vestido y la retozaba y besaba y tentaba lascivamente todo”.
Francisco Ortiz, encarcelado por el fatídico ataque que lanzó contra el Santo Oficio para defender a la beata, tenía tal reputación que hasta la emperatriz Isabel y el Papa pidieron su liberación. El testimonio del franciscano debió dejar perplejos y consternados a los inquisidores. Declaró que Francisca le había entregado, como a otros frailes, “una faja suya para que se la pusiera en el cuerpo” y así lo sanó del fluxu seminis que lo atormentó durante años: “Contra toda mi voluntad, aunque diese grandes voces a Dios y me diese muchos azotes y pellizcos, mísero miserable, caía en polución estando despierto”. La comparó con la madre de Dios y afirmó que era capaz de interpretar las Sagradas Escrituras mejor que muchos teólogos, que se le había aparecido en una visión sobrenatural (“estando esta santa corporalmente ausente de mí, la vi alzada de tierra y muy cerquita de mí con hermosura maravillosa”) y que estaba dispuesto a sufrir el martirio por ella.
Desde el momento de su detención, Francisca intentó salvarse incriminando a personalidades contra las que guardaba algún rencor, como el insigne humanista Juan de Vergara y María de Cazalla, que resistió el tormento y sólo fue condenada a abjurar por leve sospecha de herejía. Sin embargo, testificó en favor de Francisco Ortiz, diciendo que siempre la había tratado con respeto, a diferencia de Medrano, el jerónimo Pedro de Segura, el franciscano Pedro de Mena y un tal Cabrera, “que le apretó las manos muy bellacamente y la dijo que daría su alma al diablo por tener un hijo de ella y procuró de la tentar las tetas y besarla, aunque esta declarante le resistió y echó de sí”.
Francisca Hernández fue condenada a estar encerrada de por vida en un convento de beatas benedictinas, donde se perdió el rastro de esta mujer fascinante que aunó hedonismo y espiritualidad en una época de gran efervescencia religiosa. La represión contra los alumbrados, aunque de escasa duración y con pocas víctimas, tuvo consecuencias perdurables y marcó el posterior devenir de la mística española hasta San Juan de la Cruz y Santa de Teresa de Jesús.