Mayo del 68 lo cantaba a pleno pulmón: “¡Prohibido prohibir!”. La nueva generación no sueña más que con censurar todo lo que le ofende. Una suerte de “corrección política” tan agravada que acaba por generar nuevos tabúes. En otra época, la pulsión de censura procedía de la derecha. Hoy, la ejerce una cierta izquierda. La regresión liberticida progresa en ambos campos. Nuestras libertades retroceden bajo la acción conjunta de la derecha autoritaria y la izquierda identitaria. En ocasiones, sus tiranías se confunden. Cuando jóvenes que se creen la mar de izquierdistas se dedican a destrozar ejemplares del último libro de François Hollande, están actuando como auténticos fachas.
Personalmente, no me reconozco en el feminismo esencialista que defiende Sylviane Agacinski con respecto a la reproducción asistida [PMA en francés]. Pero no se me ocurriría prohibirle defender sus posiciones en un recinto universitario. La censura que ha sufrido en la Universidad de Burdeos es una vergüenza.
¿Censura?
Sin embargo, sí creo que es peligroso ofrecer tribunas mediáticas sin filtro a promotores de ideas venenosas, como Eric Zemmour o Dieudonné.
Entre negarse a prohibir y censurar todo lo que nos disgusta hay un trecho y numerosos matices, que dependen, para empezar, del lugar en el que uno toma la palabra.
La universidad, claramente, es un templo particular. Su misión, más aún en un mundo desorientado, consiste en proponer planteamientos complejos, forjar el espíritu crítico de sus estudiantes. Sin embargo, es el lugar donde los moderados, ya sean feministas, laicos o simplemente socialdemócratas, son censurados con mayor intensidad.
Lo he vivido en múltiples ocasiones. En la Universidad Libre de Bruselas (ULB), hace unos años, un joven anarquista exaltado, venido con sus compañeros a sabotear mi charla en represalia por mi trabajo de investigación sobre el integrismo religioso, me gritó: “Nos hablas de democracia... ¡abajo la democracia!”. Los mismos círculos de estudiantes traían desde hacía años a Tariq Ramadan y a Dieudonné para que hablaran por los codos desde el estrado --el mismo estrado en el que yo tuve que dar una charla bajo protección policial, mientras arreciaban insultos y proyectiles--. Un estrado que, en ocasiones, ha habido que abandonar debido a la presión física de mis adversarios. Eso es lo que le ha ocurrido a Sylviane Agacinski, a François Hollande y a tantos otros después.
El sentido de la ironía
Mientras se ponen trabas a la expresión del pensamiento complejo en la universidad, el discurso del odio se despliega con toda facilidad por la web y en la televisión. Internet es una arena donde todas las ideas están al mismo nivel. La desinformación, la incitación al odio y al asesinato requieren una mayor regulación. Antes de que el odio del mundo virtual acabe inflamando de veras el mundo físico.
La televisión, y los medios de comunicación en general, están para filtrar. Es, de hecho, su razón de ser. Es legítimo que se le dé la palabra a Eric Zemmour. Pero es sorprendente que se retransmitan sus arengas durante una hora, sin filtro, en una cadena de televisión. Más aún lo es que se le consacre un programa entero, en el que el contradictor está solo para facilitar su lucimiento. El caso de Alain Finkielkraut es bastante diferente. Su argumentación es precisa y compleja, y deja tiempo a los interlocutores para rebatirlo. Debatiendo con él, Caroline de Haas le reprochó que minimizara la “cultura de la violación”. Algo que él pretendió ridiculizar como una inquisición permanente, exagerada, replicando, a voces: “¡Violad, violad, violad! Es lo que digo a los hombres: ¡violad a las mujeres! De hecho, yo violo a la mía todas las noches; ya está harta”. Una reacción terriblemente desafortunada, sobre todo cuando es sabido (porque es público) que Caroline de Haas ha sufrido una violación conyugal. Sigue siendo, no obstante, una ironía. Se puede considerar que la ocurrencia es estúpida, de un antifeminismo exacerbado, sin por ello acudir al CSA (Consejo Superior Audiovisual).
La ironía es un oxígeno sagrado, como el arte que nos ayuda a respirar. Como es importante juzgar una frase en su contexto, se puede juzgar una obra en función de su creador, pero no cabe censurarla por las fechorías de éste. Aunque seguramente sea una gran película, no iré a ver J’accuse al cine. No puedo tolerar que su realizador --Roman Polanski-- se compare con Alfred Dreyfus. Pero nunca participaré a una manifestación que pretenda censurar o simplemente dificultar la difusión de esa obra.
Las sociedades que prohíben el arte y la ironía están condenadas a la muerte, la muerte del talento y la de las libertades. ¿Cómo se puede ser joven, decirse progresista, y soñar con ello?