Vox fue la novedad en las elecciones generales celebradas en abril y ahora, lo que era una irrupción preocupante pero moderada en números, ha doblado su presencia y marcará mucho la agenda política de los próximos tiempos. Dispone del 15% de los votos, 52 escaños en el Congreso y 3.640.000 votantes. Mucha gente y mucho apoyo para enjuagarlo diciendo que el voto a la extrema derecha es el signo de los tiempos en Europa y que habrá que acostumbrarse a convivir con ella.
En Cataluña, a pesar de tener una presencia más modesta, ha alcanzado 243.000 votantes y tiene el mismo peso y significación que la CUP. ¿Implican estos grandes resultados de Vox que estamos rodeados de fachas? Probablemente, no. Este partido funciona como síntoma y como evidencia del cansancio que tiene una parte significativa de la ciudadanía hacia las formas y contenidos de la política tradicional, y que acumula un conjunto de temores y frustraciones que llevan a practicar votos en negativo, opciones en la contra que llamen la atención y que tengan una fuerte repercusión emocional. Es lo que sucede con la cada vez más poderosa presencia del populismo derechista en Europa, a eso que se llama la "derecha desacomplejada", y que ha dado resultados tan elocuentes como el Brexit, el triunfo de Trump o de Bolsonaro. Aunque nos resulte una opción lamentable por el carácter escasamente democrático que evidencia su cultura y comportamiento, en realidad no superaremos esta fase política combatiendo el síntoma de la enfermedad, sino que tendríamos que ir a las causas profundas que lo han generado. Ciertamente que Vox tiene algunos símbolos y reminiscencias de la extrema derecha tradicional y algunas pulsiones que recuerdan al franquismo más rancio, pero sobre todo tiene un discurso políticamente incorrecto que atrae no tanto a los económica y socialmente excluidos, sino a aquellos que, en buena posición, tienen el temor de descender en el ascensor social, se sienten inseguros y reacios a la inmigración y les repugna la corrección política instaurada.
La creciente desigualdad económica y la laminación de las clases medias en la fase actual del capitalismo lleva a la reacción de éstas por el miedo a caer en los escalones bajos de la sociedad y acabar formando parte, también, de la zona de precariedad laboral y de exclusión económica. Su malestar se expresa, como casi siempre lo hacen los sectores medios, de manera reaccionaria y se reúnen en torno a discursos y liderazgos enérgicos, simples, audaces, y que les prometen redención. Buscan en la pulsión identitaria y el sentido tribal el refugio para tiempos de incertidumbre.
Resulta curioso que aquellos segmentos sociales que tradicionalmente valoran el orden y la estabilidad, la moderación, en estas circunstancias no rehúyen e incluso les atrae una dinámica de conflicto abierto. Sin duda, sin embargo, el gran desencadenante del éxito de Vox ha sido la situación política de Cataluña. La redundancia del discurso independentista más desconsiderado hacia todo aquello que se cree genuinamente español ha provocado lógicamente una reacción similar pero de signo contrario. La imagen de una Cataluña de disturbios, fuegos y barricadas en las últimas semanas ha hecho mucho para decantar votantes hacia el españolismo más rancio, ha actuado de catalizador. Aunque el independentismo censura la posibilidad de ser el facilitador del ascenso de Vox, aduciendo que esto no es sino una evidencia más del carácter español del que hay que huir, en realidad resultan planteamientos políticos que se necesitan mutuamente y que tienen bastante más en común de lo que quisieran. Aunque el independentismo tiene bases sociales un poco más amplias y variadas, predominan, lo mismo que en Vox, las clases sociales medias, que viven bastante bien, pero que no ven su futuro de manera muy optimista. Habitan especialmente en ciudades medianas y pequeñas, y han convertido la afirmación de una identidad que creen muy determinada y ancestral en su razón de ser, así como la voluntad de hacerla extensiva y obligatoria al conjunto de la población. Desprecian y no reconocen ninguna legitimidad a los demás, los cuales no son ni tan siquiera rivales, sino enemigos irreconciliables. La pulsión totalitaria acaba por acompañar, tarde o temprano, a todos los nacionalismos.