“Qué barbaridad: locución para indicar asombro, admiración, extrañeza”. Esa fue la expresión más repetida por Pedro Sánchez. Una y otra vez el candidato socialista mascullaba cabizbajo ¡qué barbaridad!, negaba con la cabeza y levantaba, una y otra vez, sus cejas. El lenguaje corporal y la búsqueda incesante entre su manojo de papeles de anuncios electorales, mientras le interpelaban los otros candidatos, puso de manifiesto la debilidad argumentativa, la rigidez discursiva o, si prefiere, su incapacidad para debatir.

Su punto de partida fue la propuesta de la lista más votada como solución al bloqueo político. Pasaban los minutos y encontró entre los papeles otra consigna de sus asesores que incidía en esa idea: O conmigo o contra mí, o votan PSOE o los electores prefieren el bloqueo. Con tan escasa e insolente consistencia democrática, el presidente en funciones se permitió asegurar que la gran coalición era un déjà vu.

El discurso de Sánchez prefirió no insistir en el pacto y la negociación como prácticas democráticas imprescindibles ante la previsible matemática parlamentaria que salga de las urnas el 10-N. Las prisas son malas consejeras, y a Sánchez y a sus asesores les ha podido jugar una mala pasada la repetición de elecciones. Todavía no ha llegado el momento para que el retorno del bipartidismo vuelva a consolidarse. El uso social de la Constitución por Iglesias, el recordatorio insistente de Rivera sobre la corrupción socialista y la sentencia aún pendiente de los ERE, o la emergencia de Abascal con su pirotecnia españolista, van a retrasar sine die la recuperación de socialistas y populares y su anhelada alternancia.

La rentabilidad electoral de la autoridad presidencial ha dependido del impacto persuasivo de las cejas de Sánchez. Ha sido ese movimiento el que le ha permitido ocultar sus silencios ante la insistente pregunta sobre sus posibles escarceos con los independentistas. Su debilidad ha sido aún mayor cuando ha reivindicado que, para buscar soluciones ante el conflicto catalán, hay que recurrir a una mesa de partidos como espacio de diálogo, en lugar de insistir en el parlamento como máxima expresión de la democracia representativa.

Ignorar al adversario político es aún peor que negarle la razón, sobre todo si se tira de programa electoral cuando no se quiere responder. Es comprensible que el realizador prefiriera resumir tanta esterilidad comunicativa enfocando a Ana Blanco mientras se cruzaba de brazos, se mordía los labios o parecía ironizar con el 7% del electorado que, según el CIS, decidió su voto después del debate. ¿Será cierto?