Los sentimientos no tienen precio, pero no viene mal saber lo que cuestan. Tenemos un ejemplo cercano, el Brexit. Se votó la salida de la UE sin hablar de su coste para los ciudadanos y ahora son muchos los que se arrepienten de su voto.
El independentismo no es un sentimiento nuevo, pero hasta 2012 no se puso en el centro del debate político catalán. Es más, quien arrancó todo este proceso manifestó en 2010 en el Parlamento de Cataluña que él no iba a impulsar un proceso que dividiría a la sociedad catalana. Pero algo le hizo cambiar de opinión en el verano de 2012, y desde entonces Govern, ANC y varios medios de comunicación han ido de la mano logrando una movilización sin precedentes para lograr una independencia donde todo serían beneficios al cortar los flujos de solidaridad fiscal con el resto de España, asumiendo que pagan impuestos los territorios y no las personas y empresas. Hablar en esta arcadia feliz del coste de la independencia era señal de debilidad cuando no de manipulación o incluso de traición. A unos cálculos se le enfrentaban otros diferentes, y las matemáticas y la econometría comenzaron a tener ideología. De aquellas balanzas fiscales vienen estos lodos. El libro Las cuentas y los cuentos de la independencia de Josep Borrell es una obra tan racional como vilipendiada por los creyentes del procés aunque, eso sí, leída por pocos, porque eso de leer no se lleva mucho. En junio de 2016 se televisó un debate entre el propio Borrell y Junqueras tremendamente clarificador. Borrell iba cargado de datos y Junqueras, acorralado intelectualmente, acabó apelando al sentimiento. Razón frente a corazón, algo más que lícito, porque Junqueras ha demostrado que no le importa el coste para lograr lo que persigue, ni siquiera el de su libertad.
Hablar de las casi 5.000 empresas que se han marchado de Catalunya, de la caída del turismo del resto de España o de la transformación de la burguesía catalana en meros rentistas con su dinero a buen recaudo al otro lado del Ebro, ha sido considerado como anecdótico y nunca asumido como un coste. El mantra imperante era el de una transición suave, armoniosa, indolora y, sobre todo, sin coste. Pero ahora, tal vez, se comienzan visualizan otros costes. Ya hay nueve personas sentenciadas a muchos años de cárcel y otras seis que si no quieren pasar por lo mismo deberán vivir aún más años fuera de su casa. Ellos son los primeros que pagan un tremendo coste personal, como también asumen un coste los heridos de las algaradas post sentencia, especialmente quienes tendrán secuelas para toda la vida. Pero la violencia que ha invadido nuestras calles y, sobre todo, lo que transmite, es un coste elevadísimo tanto para el movimiento independentista como para el resto de los ciudadanos.
La vía pacífica capaz de movilizar a cientos de miles de ciudadanos de prácticamente toda edad y condición es una vía lenta pero que, de sostenerse en el tiempo, podría cambiar el status quo. El mensaje de ERC de ensanchar la base es tan inteligente como lo ha sido la trinidad Govern, ANC y medios afines para crear la sensación que “todos los catalanes” queremos ser independientes. Pero tener prisa, dar por buena la violencia, aceptarla como normal o acostumbrarnos a cortes cotidianos de calles, carreteras y vías de tren es un severo error si es que no se hace de manera absolutamente consciente. Por más que en los incidentes más graves participen antisistema profesionales, no es menos cierto que la infantería la forma una masa de chavales que no saben lo que significa democracia, fascismo o revolución. Es patético ver la cantidad de selfies que corren por las redes para inmortalizar no se sabe si un momento histórico o una especie de videojuego, alentados por la pornografía de las imágenes en directo que solo hacen realimentar su exhibicionismo. ¿Son necesarios tantos periodistas y cámaras incrustados en los hechos? ¿Aportan algo tantas horas en directo? ¿La televisión no produce un efecto llamada alimentado por la creciente estupidez humana?
Quienes creen que cuanto peor, mejor, pueden acabar precipitando a Cataluña al abismo, sobre todo si la gran mayoría pacífica lo consiente aunque sea por pasiva. Quienes realmente buscan el conflicto son una minoría que mancha la reputación de la antigua Convergencia (PdeCat), de ERC y de quienes se apuntan a los eventos de la ANC con convicción, pero con un ánimo similar a quien va a una calçotada con amigos. Las imágenes de las Diadas no son compatibles con lo que hemos vivido. La pregunta del millón es cuántas personas están dispuestas a poner conscientemente en riesgo vida y hacienda para lograr la independencia. Comín tenía razón cuando decía que si se quiere la independencia qué más da perder el trabajo, y Cuixart cuando interpelaba a sus seguidores respecto a lo que están dispuestos a poner en juego. Pero si no son cientos de miles, o un millón como citaba el propio Comín, los que asumen que cualquier coste merece la pena, entonces la violencia o el desorden crónico no es el camino aceptado por la mayoría de independentistas. En sus manos está parar un sinsentido que solo perjudica a Cataluña.
La situación de caos tiene un coste claro. Lo de menos es el coste del mobiliario urbano y de las tareas extras de limpieza y reparación, por muy altos que estos sean, que lo son. Se están perdiendo ventas en las tiendas, consumiciones en bares y restaurantes, noches de hotel, viajes en tren y avión, y más que se puede perder. Ya han sido varios los cruceros que han saltado la escala de Barcelona, los congresos que se posponen o las reservas hoteleras que se cancelan. Si no se pone coto pronto a estos desmanes se caerán muchos congresos, quien sabe si hasta el Mobile World Congress, Barcelona dejará de ser la base en el Mediterráneo de algunas líneas de cruceros, se cerrarán tiendas, se perderán inversiones y, en definitiva, perderá su atractivo. El mundo no necesita Barcelona, pero nosotros sí. Una jornada de paro político como el 18-O se puede gestionar como lo demostraron SEAT y Nissan con estrategias diferentes. Pero si esto sigue, el clima pesará en contra cuanto tengan que solicitar inversiones para garantizar el empleo de los próximos años. ¿Qué pensarán en Japón o en Alemania de lo que está pasando? ¿Cómo explicar que aquí somos gente de paz?. Las multinacionales, todas, tienen muchos lugares donde invertir y a Cataluña le piden sobre todo una cosa: estabilidad y que las cosas funcionen. Una vez que se han apagado, esperemos que definitivamente, las barricadas, hay que replantearse los cortes de calles, carreteras y vías ferroviarias. Aunque son menos graves que las barricadas, implican un goteo de descontrol que no hace ningún bien.
Sería bueno comenzar a pensar cuánto está dispuesto a sacrificar cada uno de quienes apuestan por la independencia y actuar en consecuencia. Sería muy triste llevar a la economía catalana al suicidio sin ni siquiera ser conscientes de ello.