Hay palabras que, cuando se lanzan a la red, consiguen que la imaginación de muchos individuos, oyentes o dicentes, se desborde hasta el delirio. No se admite decir violencia sin más, se exige el adjetivo; hasta el punto que algunos periodistas, al retransmitir in situ lo que estaba sucediendo en Barcelona, hablaban de violencia pacífica. Los nacionalistas han terminado por admitir que ha habido violencia, sin adjetivo, pero sin solución de continuidad advierten que ha sido consecuencia de la acción de infiltrados, sobre todo de una determinada policía al servicio de un tal CNI. Cierro Twitter. Prefiero pasear antes de volver al Sur.
En la zona cero del enfrentamiento civil aún perduran cicatrices, pese al afán municipal por dejar limpio hasta el suelo que aún respira. Dejo la plaza con nombre andaluz (Urquinaona) y bajo Via Laietana. En La Caixa se esmeran en limpiar las paredes que, marcadas, aún parecen jadear. Son las doce del mediodía y, unos pasos más abajo, se palpan conflictos de miradas. Con el mentón levantado cual paramilitar y una leve sonrisa de desprecio hacia el otro, individuos automarcados con un lazo amarillo pasean delante de la Jefatura de la Policía Nacional. Agentes armados con corazas y armas cruzadas protegen el edificio. No encuentro ni los restos del atril memoralístico, malgastado empeño podemita con dinero público, que lo marcaba como lugar de represión.
Los policías no parecen inmutarse ante tanto trasiego, ni siquiera su aspecto recuerda al de guerreros medievales a las órdenes del señor más fuerte. Pese a que los violentos pacíficos les llamen perros, ya no son mesnadas nobiliarias, ahora están servicio del Estado, social y democrático de derecho, que desde hace 40 años detenta el monopolio de la violencia. Cabe la posibilidad que, como parece sugerir la premiada nacional de narrativa, lo más democrático sería volver a privatizar la violencia, y campi qui pugui en una idílica Barcelona sin turistas.
En la calle Misser Ferrer, un barrendero sigue, con una mirada silenciosa que rebosa hartazgo, el paso continuo de individuos automarcados camino de la plaza de la Catedral. Dos colas, una de turistas para entrar en el templo y otra se adentra en la calle dels Comtes. Muchos jubilados y algunos funcionarios, todos mantenidos gracias a su trabajo por el Estado español, alzan pancartas contra Spain, lucen lazos y xerren y xerren tras un sagrado y estelado estandarte cuatribarrado, sin darse cuenta que pasan bajo el gran escudo del Santo Oficio de la Inquisición que aún preside la esquina con la placita Sant Iu. Ha pasado dos siglos de su abolición y nadie ha destrozado ese símbolo de la represión, quizás porque --como recordó Gaspar Sala-- la Inquisición es catalana o no será.
Esta ordenada y pacífica procesión impresiona por su fiel sumisión al dogma de la inmaculada estelada, pero sobre todo intimida por su violencia simbólica. No quiero sentirme como un infiltrado y busco refugio, como tantas veces he hecho, en el silencio místico de la iglesia de Santa Anna. Al entrar noto que todo es ruido, tampoco su olor es el mismo, ese que siempre he reconocido: una mezcla de humedad y piedra, a libro viejo. Un hedor a orines flota en el ambiente, mientras cuerpos sudorosos de jóvenes recién llegados de otros países conversan, hablan por teléfono, mientras reciben tabaco a la espera de la ayuda de la parroquia. Los bancos son catres. La capilla del Santo Entierro parece una cantina. Fuera ya no hay puesto de flores, sino una consigna destartalada con restos de equipajes. El silencioso refugio es ahora amparo para supervivientes.
En retirada, entro en la vieja librería Batlle, donde se almacenan muchos volúmenes de distinguidas bibliotecas barcelonesas. Sus estantes exhiben sin pudor libros marcados por el yugo y las flechas que contienen épicos poemarios o discursos de distinguidos catalanistas afines al régimen. Y, entre ellos, encuentro un ejemplar con sus pliegos aún sin cortar y de título premonitorio: Los años turbios - 1930. Novela barcelonesa, versión castellana de 1945 de Els anys tèrbols (1936) de Carles Soldevila, un canto de cisne (noucentista) de aquella burguesía elegante, culta y catalanista que terminó por aceptar el alzamiento como mal menor, para después apoyar al franquismo sin ningún rubor.
Entre tanto libro abandonado, se asoma un diminuto folleto impreso en 1895 con la aprobación eclesiástica de un vicario de nombre José Torras y Bages. Su título: Una parada dels Encants. Un montón de trastos viejos en venta acaban por despreciarse unos a otros, se agreden, se insultan “fins que sobresurt un ¡¡Orden!! que torna a cridar, i ara en castellà”. Ni siquiera con un tribunal, presidido por los más pobres y desvencijados, se consigue poner fin al tumulto. Dos plumas de periodistas no paran de rellenar cuartillas hasta que un reloj de bolsillo, “quan tothom més o menys ferit calla” (“cuando todos más o menos heridos callan”), exclama y sentencia:
“Gràcies a que estic malalt no he pogut contar els moltíssims minuts i segons que heu perdut i mal empleat avui, en que us he sentit cridar, disputar, insultar-vos, casi matar-vos sense saber què teniu, què voleu, què us uneix o divideix, què espereu, ni què… res, en fi, que no us entenc. Només he pogut comprendre i treure en clar que no hi ha ningú entre tots vosaltres que valgui cinc xavos”.
(“Gracias a que estoy enfermo no he podido contar los muchísimos minutos y segundos que habéis perdido y mal empleado hoy, cuando os he oído gritar, discutir, insultaros, casi mataros sin saber qué tenéis, qué queréis, que os une o divide, qué esperáis, ni qué… nada, en fin, que no os entiendo. Solo he podido comprender y sacar en claro que hay nadie entre todos vosotros que valga cinco chavos”).
Cierro el folleto y al salir de aquel cementerio de libros tropiezo con tres jubilados con lazos amarillos: un sillón destartalado, una escoba polvorienta y un tintero roto. Antes que la realidad supere aún más la ficción, marcho de una Cataluña que ya no está ni en decadencia ni en expansión, ni en tensa calma ni en rebelión, es como una parada de los Encantes, está en almoneda a la espera de un caudillo o del mejor postor.