Ante el cristo que estamos viviendo cada noche en Barcelona, lo único que parece saber hacer Pedro Sánchez, cada vez que sale por televisión, es imitar la actitud pusilánime de su antecesor, Mariano Rajoy: el hombre se materializa en la pantalla, nos dice que a ver si nos portamos bien, que España es una democracia --se olvida de decir que Cataluña está a punto de dejar de serlo--, adopta un semblante contrito y te deja con la impresión de que, como Rajoy, confía en que las cosas se arreglen solas. Mientras tanto, en Barcelona, un millar de policías y otro de guardias civiles esperan, acuartelados, unas órdenes de intervención que no llegan nunca. Para acabarlo de arreglar, el ministro del Interior dice que no hay para tanto y que se puede viajar tranquilamente a la Ciudad Condal (sobre todo, si no has encontrado billetes para la franja de Gaza).
Es verdad que las autoridades locales no ayudan. Ada Colau tiene a sus antidisturbios en la misma situación que los maderos y los picoletos. Quim Torra, ese demente racista, no suelta ni una palabra de apoyo para los Mossos d´Esquadra quienes, a diferencia del 1-O, esta vez se están portando (cuando veas las barbas de Trapero pelar, pon las tuyas a remojar). Pero se supone que uno no es presidente de una nación, aunque sea en funciones, para decir lo mismo que cualquier conciudadano de buena fe. Esa mutación de Sánchez en Rajoy me ha llevado a preguntarme qué es lo que mueve al candidato socialista a las elecciones del 10 de noviembre, y he llegado a la triste conclusión de que solo piensa en lo más beneficioso para su partido y, sobre todo, para él. Si sale por la tele y no dice nada, debe ser porque sus asesores están calculando qué le sale más a cuenta, si repartir estopa y restaurar el orden o hacerse el sueco para que lo confundan con un santurrón tolerante y súper democrático. Hasta que no se pronuncien los asesores y le digan qué es lo que más le conviene para las próximas elecciones, me temo que nuestro hombre va a seguir soltando perogrulladas (menos mal que Grande Marlaska ha hecho acto de presencia, aunque sea tarde: Chueca puede esperarle unos días).
Pedro Sánchez siempre me ha parecido una versión mejorada de Rodríguez Zapatero: habla inglés, lo puedes enviar a cualquier parte sin pasar vergüenza, tiene buena planta, suelta sus naderías como si fuesen auténticas epifanías y, sobre todo, cuenta con unos adversarios que lo ha bajado Dios a ver, lo cual le convierte en un candidato by default: Casado es un alumno de Aznar --aunque los asesores le hayan aconsejado que se modere--, a Rivera se le ha ido la flapa hace tiempo, los Ceaucescu dan pena, Santiago Abascal es una parodia sin gracia de José Antonio e Íñigo Errejón, que no ve la hora de entrar en el PSOE con un buen cargo, puede proporcionarle a Sánchez unos votos muy necesarios para gobernar.
Y es que, tal como está el patio, Pedro Sánchez es como lo más normal que parece capaz de producir la clase política española. Es un trepa contumaz que resucita de sus cenizas, como el Terminator, no tiene ideología, es casi tan inane como Zapatero --aunque menos zote-- y no se sabe muy bien qué pretende hacer con España, pero comparado con el freak show que protagonizan los antagonistas recién citados, a veces da el pego como estadista. Habrá que esperar el veredicto de los asesores (por cierto, chavales, Vox ya va tercero en las encuestas) para ver si insiste en hacer de Don Tancredo en Cataluña o si ataca con todo lo que tenga. Ni una ni otra decisión tendrán nada que ver con su, digamos, pensamiento, de cuya existencia me permito dudar. Pero si sigue en este plan, el separatismo catalán puede llegar a apuntarse un doble tanto: destruir Cataluña y llevar al poder en España a la extrema derecha, para que nos enteremos todos de lo que significa vivir oprimido. Tú verás lo que haces, Pedro, pero más vale que aciertes si quieres conservar el cargo.