Los dictadores suelen tener una opinión muy elevada de sí mismos, aunque no la comparta una parte importante de la población a la que sojuzgan. Todos los honores les parecen pocos, por eso Franco encontraba normal que, en cada ciudad de España, la arteria principal llevara su nombre (o su alias, El Generalísimo) y que sus estatuas ecuestres estuviesen repartidas por todo el territorio nacional.

Los dictadores --a excepción de los sátrapas del modelo Toma el dinero y corre-- piensan mucho en la posteridad, pero en cuanto la diñan se quedan sin ella: las calles recuperan el nombre original, las estatuas acaban en un almacén y casi todo el mundo pasa de ellos como de la peste. Menos en España, un país que teme el futuro, se cisca en el presente y solo encuentra refugio en el pasado: de ahí que todavía tengamos franquistas y antifranquistas aunque, como reza el refrán, muerto el perro, se acabó la rabia.

No, aquí la rabia no se acaba nunca, pues nada nos divierte más que arrojarnos mutuamente a la cabeza el cadáver del abuelito. Por eso tenemos a políticos como Pablo Iglesias, un bolchevique de estar por casa --o por mansión, en su caso-- o Santiago Abascal, un imitador malo de José Antonio Primo de Rivera, conocido por sus discursos inflamados y su vagancia legendaria --que les pregunten a antiguos compañeros suyos del PP--. Y por eso seguimos hablando de Franco, aunque han pasado ya más años de su muerte que los que estuvo dando la chapa y salvándonos de nosotros mismos.

El tema se ha convertido en trending topic últimamente por lo del traslado de sus restos, creándose de inmediato una polémica entre los partidarios de que no se muevan del Valle de los Caídos y los que se apañan con cualquier container para deshacerse de la momia. En España hay tíos de 20 años convencidos de que Franco les jodió la vida o de que fue el líder más grande del siglo XX, aunque ni unos ni otros habían nacido cuando el Caudillo se dedicaba estatuas a sí mismo o les ponía su nombre a las avenidas.

Yo creo que la importancia de lo del traslado es muy relativa. Vale, sí, es feo tener a un dictador enterrado en un mega panteón construido a su mayor gloria, pero ese espanto que es el Valle de los Caídos no va a mejorar con su ausencia. A diferencia de las calles españolas y de las estatuas ecuestres, no es tan fácil deshacerse de semejante mamotreto, que es lo que habría que hacer para acabar de una vez con el asunto --aparte de enviar al prior a las misiones--.

Como sede del club de fans del Caudillo resultaba ligeramente ostentoso, pero como estaba a tomar por saco del centro de Madrid, no era un mal sitio para que los fanáticos berrearan tranquilamente sin molestar a nadie. Los demás, con no poner los pies en esa atrocidad arquitectónica, estábamos al cabo de la calle. Sobre todo, los que creíamos --y creemos-- que todo lo que no sea derribar esa birria es dejar las cosas a medias. Lo mejor sería devolver los cadáveres a sus herederos, echar abajo el mamotreto y construir una urbanización: si queremos deshacernos de un recuerdo molesto, cosa que dudo, hagámoslo bien.

Los fans seguirán peregrinando a la tumba de Franco lo entierren donde lo entierren y me temo que el Pardo está más cerca de Madrid que Cuelgamuros. Además, lo grave del asunto es que el muerto siga vivo entre nosotros, que continúe teniendo admiradores y detractores, que el término franquista se siga usando para desautorizar al adversario político, que todo nos remita a una época de este país que debería estar confinada en los libros de historia.

Para eso haría falta una población capaz de mirar al futuro y dejar de cultivar, a derecha e izquierda, el rencor. En los años 70, los chicos del underground lo logramos, comportándonos como si Franco llevara muerto diez años. Ahora, que lleva criando malvas desde hace más de 40, debería ser mucho más fácil, ¿no? Caso de que estemos por la labor, claro, algo que no me consta.