El independentismo catalán, adormecido o en estado latente durante tanto tiempo, emergió con un ímpetu renovado y una fuerza electoral insólita, como una reacción o respuesta sentimental y emotiva de un sector importante de los nacionalistas catalanes al disparate político que supusieron tanto los recursos de inconstitucionalidad presentados por el PP contra el nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña --tras su preceptiva aprobación en un referéndum plenamente legal, previa su aprobación por las Cortes Generales por amplia mayoría--, como por la ceguera y la inacción política reiterada de Mariano Rajoy y sus gobiernos. En muy pocos años el secesionismo pasó de menos del 15% del apoyo popular en toda clase de consultas a que los partidos separatistas alcanzaran casi el 48% de votos.
Es muy cierto que el separatismo catalán ha cometido muchos dislates durante estos últimos años. No obstante, conviene recordar la causa inicial de todo este despropósito político, jurídico, institucional, económico y social, que tiene y tendrá consecuencias nefastas para Cataluña en especial pero también para el resto de España.
Más allá de la gran irresponsabilidad política que supone pretender iniciar una vía unilateral a la independencia sin contar con una amplia, sólida y continuada mayoría social que apoye este objetivo, e incluso más allá de la tremenda insensatez que representa enfrentarse abiertamente a un Estado democrático de derecho reconocido como tal por toda la comunidad internacional, miembro de pleno derecho de las Naciones Unidas y de la Unión Europea, de la Alianza Atlántica y del Consejo de Europa, del conjunto de los grandes organismos internacionales, lo peor del independentismo catalán es su tendencia al disparate.
Entre los mayores disparates perpetrados por los secesionistas catalanes es de destacar su persistente obsesión por intentar fijar calendarios precisos para la obtención de la independencia --2000, 2014, 2018...-- o para intentar dar con alguna referencia internacional, por extravagante que fuera, pero que pudieran utilizar como referencia para seguir manteniendo sus falacias a sus todavía muy numerosos seguidores: Quebec, Lituania, Estonia, Letonia, Escocia, Flandes, Padania, Montenegro, Eslovenia, Kosovo...
En este listado disparatado algunos secesionistas han llegado a proponer como ejemplo Hong Kong y las luchas actuales de muchos de sus ciudadanos para evitar la pura y simple absorción por parte de la China de aquel viejo enclave colonial británico, dotado desde hace pocos años de un curioso sistema de autonomía. Es evidente que se trata de una comparación que no es sostenible. Pero es que en su persecución de comparaciones o ejemplos ahora el separatismo catalán nos propone nada más ni nada menos que Bougainville. Lo ha propuesto, sin inmutarse siquiera, un tal Josep Lluís Alay, que ejerce el cargo de director de la oficina en la ciudad belga de Waterloo del expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont.
Bougainville es la isla principal del archipiélago de las Islas Salomón, en Papúa Nueva Guinea, Oceanía. Junto a las islas Buka y Carteret forma parte de la Región Autónoma de Bougainville, con una superficie total de más de 9.000 kilómetros cuadrados y una población de cerca de 250.000 habitantes. ¡Vamos, que nada puede ser más similar o equiparable a Cataluña que la isla de Bougainville, de la que solo dista cerca de 16.000 kilómetros, con una población que sólo equivale a la trigésima parte de la de Catalunya y con una superficie que no llega ni a un tercio de la de Catalunya!
Descubierta por el navegante francés Louis Antoine de Bougainville, de quien le viene oviamente el nombre, esta lejana isla fue colonia alemana entre 1885 y 1889 como parte de Nueva Guinea. Colonizada más tarde por el Reino Unido y luego por Australia, en 1942 fue ocupada por Japón y al final de la II Guerra Mundial volvió a manos de los australianos, que entonces instituyeron el territorio de Papúa Nueva Guinea como parte integrante de su país.
El 1 de septiembre de 1975 Bougainville y Buka proclamaron de forma unilateral la independencia de la República de Salomón del Norte, pero solo quince días después quien se independizaba de verdad era Papúa Nueva Guinea, que incluyó en su territorio a la nonata República de Salomón del Norte, con un régimen equivalente al federal. Pero en 1990 Francis Ona fue proclamado presidente de la República de Bougainville. Después de muchos años de luchas cruentas, con más de 20.000 víctimas mortales --casi el 10% de la población de la isla--, 15.000 personas se vieron obligadas a huir para instalarse en campos de refugiados en las islas Salomón.
Tras arduas negociaciones, en 2001 se firmó un acuerdo de paz avalado por Australia y en 2002 Bougainville recuperó su autonomía, que se amplió en 2005, con el reconocimiento al ejercicio del derecho a la autodeterminación. Un derecho aún no ejercido ahora, por mucho que el antes citado Josep Lluís Alay, desde su privilegiado y a buen seguro muy bien remunerado despacho de Waterloo, ha llegado a escribir algo tan abracabradante y chistoso como esto: “Retos del referéndum de autodeterminación de Bougainville. Noah Musingku, conocido como rey David Peii II, declaró la independencia y soberanía de una pequeña región de la isla. Ha creado un banco central y una moneda, además de cuatro criptomonedas”.
Bougainville aplazó el referéndum de autodeterminación previsto en principio para el pasado mes de junio. Lo celebrará en breve. Será, ¡vaya casualidad!, este 12 de octubre. Para algunos secesionistas catalanes parece que Bougainville es un ejemplo a seguir. Tal vez deberían buscar otro referente, otro ejemplo, otro símil. Quizá no tan distante ni tan distinto. No tan republicano-monárquico, ya que tanto hablan de república. A ser posible, no tan lleno de monedas y criptomonedas, no sea que los del 3% se líen con ellas. Menos críptico y, sobre todo, por favor, con muchas menos pérdidas de vidas humanas, de personas desplazadas y refugiadas, de víctimas, en definitiva... A ser posible, sin víctimas de ninguna clase.