Una de las consignas que se repetían al inicio de la Transición es que debíamos desconfiar de un partido que se declarase de centro. Nuestros mayores –profesores incluidos– afirmaban que un partido de centro era tan de derechas que no se atrevía a decirlo. En los años del dominio felipista, primero, y aznarista después, se ignoró ese análisis ideológico tan simplista y se difundió una aséptica observación sociológica: el centro era el territorio electoral que decidía la alternancia del bipartidismo. Incluso al centro se le otorgaba, en aquellos años de estabilidad partitocrática, una dosis destacada de sentido común. ¿Y dónde estaba el centro político?
Cuando los socialistas ya no alcanzaron la mayoría absoluta y el proyecto de Adolfo Suárez había sido aniquilado, tuvieron que buscar sus apoyos parlamentarios en los nacionalistas periféricos. Esas tóxicas alianzas se repitieron también con los populares. Todos recordarán la operación mediática que atribuyó a Pujol un sentido “centrista” de Estado, o el reciente “elogio al moderado(r)” concedido al mismísimo Urkullu y a su escudero Aitor. Esta gran capacidad camaleónica que exhiben los nacionalistas no se puede considerar centrismo. Ser progresistas de día y tradicionalistas de noche, dialogantes a horas y excluyentes a tiempo completo responde, en todo caso, a una extraordinaria maestría en el difícil arte del travestismo cínico en estado puro.
La implosión de los nacionalistas convergentes dejó el campo libre a los recompuestos nacionalistas vascos que, premeditadamente y tractor en mano, auparon y dejaron caer a Rajoy, hicieron lo propio con Sánchez aunque no pudieron evitar la debilidad parlamentaria socialista y la reiterada convocatoria de elecciones. Así, pese a sus intentos, el PNV no ha podido emular el admirado travestismo pujolista, añorado por el incipiente catalanismo pródigo que también dice ser de centro.
Convocadas las elecciones, los partidos se lanzan como buitres en bares nocturnos a la caza del centro electoral, a todos les molesta que haya un partido que tenga una desacomplejada facilidad para maniobrar a derecha o a izquierda. Un partido de centro ha de ser por definición un partido veleta sin necesidad de ser travesti, cuyas tácticas son más electoralistas aún que las de los que dicen ser derechas o de izquierdas. Un partido de centro es oportunista y puntualmente oportuno.
Cuando desde uno y otro lado se critica el giro de Cs por el levantamiento del cordón sanitario –en su momento a Rajoy y ahora a los socialistas– tan sólo están reconociendo que les gustaría hacer lo mismo sin tener que disimular. Es cierto que tanto el PSOE como el PP han girado una y otra vez, ejemplos a miles desde el “OTAN, de entrada no” de Felipe González, el “bajaremos los impuestos” de Rajoy o el “derogaremos la reforma laboral” de Sánchez. Pero la gran diferencia es que Cs gira de la noche a la mañana, sin paños calientes y, lo más difícil, con campañas mediáticas poco favorables o claramente en contra que lo sitúan, desde la manifestación de Colón contra el relator, como parte consustancial del trifachito. Si las encuestas han de servir para algo no es para orientar el voto sino para resituar a los políticos que dicen ser de centro o que consideran que el centro es un abrevadero.
De cualquier modo, la cuestión clave a resolver es si al centro político le corresponde el centro electoral. Las próximas elecciones nos pueden dar la respuesta, siempre y cuando no venza la abstención, ese amplio y despreciado espacio en el que se refugian los desencantados con la rígida e hipócrita partitocracia. Para estos electores que discretamente administran sus ideologías, votar o no depende, en muchos casos, de la capacidad de girar de los partidos, sobre todo cuando es evidente que los vientos económico, social y cultural están cambiando su dirección, incluso su sentido.