El exmagistrado de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón ha convertido su despacho de abogados en una auténtica máquina de expedir minutas de honorarios y allegar copiosos beneficios.
El Tribunal Supremo expulsó a Garzón de la carrera judicial en 2012, tras condenarlo por prevaricación, quizás el delito más repugnante que se le puede achacar a un juzgador. Ordenó grabar las conversaciones que los acusados en el caso Gürtel mantuvieron en los locutorios de la cárcel con sus abogados. Ese episodio abominable contaminó el sumario y a punto estuvo de arruinarlo.
Tras su deshonrosa exclusión, Garzón se pasó al bando contrario y montó un bufete jurídico llamado International Legal Office for Cooperation and Development (Ilocad). Es decir, en vez de perseguir a los delincuentes, pasó a asesorarlos sobre las artimañas más adecuadas para soslayar el cumplimiento de las leyes.
La suerte le ha sonreído, si nos atenemos a las magnitudes económicas que luce su gabinete legal. Desde que se constituyó en 2012 hasta 2018, ha devengado más de 17 millones de euros. Las ganancias netas acumuladas en dicho periodo por el despacho del exjuez estelar ascienden a 1,8 millones. Pero esta suma es engañosa. Porque se trata de los excedentes amasados por Ilocad, después de satisfacerle a Garzón sus propios emolumentos. Solo en los dos últimos años, don Baltasar ha cobrado unos estipendios de 3,4 millones.
Garzón es uno de los pocos españoles que ha formado parte de los tres poderes: ha sido juez, diputado en el Congreso y secretario de Estado en un gobierno de Felipe González.
En enero de 1988, cuando contaba 33 años, se incorporó a la Audiencia Nacional. En febrero de 2012 fue apartado. Entre ambas fechas instruyó un sinfín de casos sonados y protagonizó una inacabable retahíla de escándalos.
Garzón es un individuo controvertido, camaleónico y mercurial. Pretendió encaramarse a la presidencia de la Audiencia Nacional, encumbrarse a la Corte Penal Internacional y hasta se postuló nada menos que para el premio Nobel de la Paz. Pero sus resoluciones suscitaron polémicas sin cuento y provocaron que los medios volcaran sobre su figura un alud devastador de improperios.
Entre otras lindezas lo motejaron de “excrecencia de la democracia, fulastre, siniestro y vanidoso”. Le acusaron de “mentir como un bellaco” y de “abusar de su poder”. De ser un “vampiro” y un “arribista enfermizo”. De actuar como un “sinvergüenza”. De “difamar” y desempeñarse como un “oportunista sin escrúpulos”.
En una ocasión, mientras ejercía en la Audiencia Nacional, ordenó la busca y captura del terrorista Bin Laden, cuando Estados Unidos y medio mundo andaba tras de él.
En otra, abrió una causa general por los desaparecidos en la Guerra Civil. La dirigió, entre otros, contra Franco, Mola, Serrano Suñer, Queipo de Llano y Muñoz Grandes. Les acusó de delitos asimilables al genocidio. No contento con eso, pidió al Registro Civil que certificara la muerte de Franco para declarar extinta su responsabilidad penal.
En uno de sus muchos lances mediáticos, Garzón se querelló contra el director de un diario de Madrid, por haber publicado que “interroga como un nazi” y que sus actuaciones “reúnen muchos de los requisitos de la prevaricación”.
La Audiencia de Madrid dio la razón a Garzón y condenó al periódico por estimar “insultante e injurioso” el artículo de marras. Pero fijó la indemnización a Garzón en un euro mondo y lirondo. Ese es el ridículo valor que sus colegas de la Audiencia otorgaron al honor del exmagistrado.
Lo que le acarreó más vituperios fue su afán desmedido por el autobombo, añadido a sus infinitas ansias de notoriedad y su ambición sin límites, que le llevaron a jugar a las bandas más variadas e incluso contradictorias. Le cegó su hambre insaciable de influencia y poder, en pos de los cuales no dudó en abjurar de viejas fidelidades.
Garzón es bien conocido en Barcelona. En una ocasión ordenó la entrada y registro de la veterana aseguradora Cahispa, fundada en 1929, por un supuesto fraude de la espectacular cifra de 1.800 millones de euros. En la operación participaron 150 policías.
Los diarios propalaron a discreción el alud de noticias y rumores que se les filtraba desde el ámbito del magistrado. Durante meses publicaron con pelos y señales datos y más datos sobre las presuntas irregularidades. El nombre de los directivos involucrados salió repetido hasta la saciedad.
Parecía que Garzón había destapado poco menos que el chanchullo del siglo. Pero bien pronto comprobó la inexistencia de delito alguno. Entonces, en vez de cerrar el expediente de inmediato, lo desterró al fondo de un cajón para que se pudriera.
Casi tres años después, cuando prácticamente nadie se acordaba del caso, el ciclotímico personaje lo exhumó para decretar el sobreseimiento.
El daño inferido a Cahispa fue de tal calibre, que la entidad nunca más se recuperó y acabó desapareciendo del mapa.
Otro ciudadano que conoce muy bien a Garzón es el abogado Miguel Durán, de cuando ocupó la dirección general de la ONCE. El juez lo mantuvo imputado durante diez años consecutivos por el caso Telecinco, hasta que un buen día decidió archivarlo.
De Garzón se ha dicho que su ego es de un tamaño tan descomunal que no cabe en España. Quizás por eso, tras ser defenestrado de su carrera, cruzó el charco y fichó –con un opíparo sueldo– por el Gobierno argentino de la peronista Cristina Fernández de Kirchner.
El paso de Garzón por la Audiencia Nacional le sirvió para su lucimiento personal a escala planetaria. Ahora lo aprovecha a fondo para captar clientes de toda laya y condición, sobre todo al otro lado del Atlántico.
Garzón se revolvió como gato panza arriba cuando lo barrieron de la profesión. Pero a juzgar por el volumen de las cantidades crematísticas que maneja en su despacho, no puede decirse que le haya ido nada mal, sino todo lo contrario. En el fondo, debe estar eternamente agradecido a quienes lo desalojaron de la judicatura. Gracias a esa proscripción hoy tiene los riñones cubiertos.