Los fastos del día 11 acabaron en cócteles mediocres. En momentos de baja intensidad, uno puede compartir whisky y canapés secos con gentes que “llegado el momento no dudarían en mandarte fusilar”, escribió Manuel Vicent en algún rincón entre miles de cuartillas. La idea se me cruzó después de ver que la manifestación de la Diada había resultado estéril para los convocantes. Los partidos políticos no han recibido el último mensaje de la sociedad civil adocenada; no hay acuse de recibo; es más, se han roto los puentes entre la ANC y las formaciones políticas soberanistas. La vía interior del procés ha fracasado y el núcleo de Waterloo exige ahora liderar la vía internacional, como única salida. A tal fin, Puigdemont está dispuesto a tirar de su embajador en España, el delegado de la Generalitat en Madrid, el catalano-herría, Gorka Knörr.
Su mitad catalana (por parte de madre) desborda hoy a su segunda mitad vasca, por parte de padre. Las crónicas recuerdan que Gorka nació en Tarragona, y es pertinente añadir que su familia tenía un chalé frente al mar, en un enclave venturoso de niños traviesos bajo el sol de Escipión el Africano. Después de haber sido el frustrado número cinco de la candidatura de Junqueras, en las recientes elecciones europeas, Knörr, armado con un discurso especialmente crítico contra Junqueras y Rufián, empieza ahora un nuevo embate que promete alternar la rotundidad y el guante de seda. Muestra una identidad persistente, cuyos movimientos no alteran su naturaleza de fondo. Es una prueba viviente de que el instinto político actúa sobre lo socialmente cristalizado: ahora es Cataluña, antes fue Euskadi, mañana tal vez sea Escocia o de nuevo una de las repúblicas bálticas que estuvieron a punto de incendiar Europa. Quizá indague la quimera del internacionalismo nacionalista, un concepto restringido hoy a los abades, amigos de la reliquia.
Cuando le preguntan sobre su faceta de músico, él recuerda que fue el exetarra Pertur quien de joven le enseñó a tocar la guitarra. Su sentido de la anticipación sentó a Gorka en la mesa de Mikel Laboa o Xabier Lete y, en ocasiones sublimes, fue telonero de Pete Seeger y Léo Ferré. El Pertur de los primeros acordes en la guitarra acústica de Gorka dejó un rastro difícil, tras la muerte del etarra en 1976, a manos del Comando Vasco-Español.
Su imagen se difundió años después a través de un poster en el que aparecía detrás de la mesa negociadora de la banda terrorista antes de la liberación del director general de Michelín, Luis Abaitua, secuestrado por ETA Político-Militar, en 1979. Tras la liberación y vuelta a casa del secuestrado, los polimilis le hicieron llegar el poster de Pertur al gran escultor Ángel Oteiza y, a partir de entonces, ha presidido su taller en Orio. Así lo expone el escritor y periodista, Antoni Batista, en un fragmento de su enciclopédica obra sobre la historia de ETA.
Gorka arrancó en política en el PNV. Impulsó el diario Deia y se convirtió en el hombre de confianza del entonces lehendakari Carlos Garaikoetxea; un tiempo después, en la batalla entre Arzalluz y Garaicoetxea, optó por la corriente crítica frente al Euskadi Buru Batzar --el auténtico poder del País Vasco-- y finalmente se alistó en las filas de Eusko Alkartasuna, hasta desempeñar su secretaría general. En sus años mozos, dejó huellas en la Barcelona de los bulevares periféricos y los bistrós encantados. Estudió, en el Instituto Químico de Sarrià (IQS), y paseó su inocente estampa, junto a su hermano Joseba, por los comedores del SEU. En noches claras, los Knörr distraían a la policía política del general y discernían su mirada sobre el mundo en los bares de copas que conformaron la ruta bohemia de los setentas, con abrevaderos irrepetibles como el Bikini de Diagonal o el Celeste, de la Calle Platería, junto a la basílica de Santa María del Mar. A través de su hermano, se sintió llamado, pero no atraído, por la corriente de Mario Onaindía, aquel mítico líder de Euskadiko Eskerra, que antes de desparecer prematuramente, paseó por Europa sus deseos de paz en Euskadi y legó un auténtico testamento intelectual: la revista La grande Place.
Durante años, los Knörr han sido una expresión fiel de la revolución en la familia, una reposición a escala de la “dialéctica entre el poeta y Nobel, Octavio Paz, y su padre, Paz Solórzano, sobre el mantel oliendo a pólvora” (El poeta y la revolución, de Enrique Krauze; Ed Random Hause). Paz Solórzano fue intendente de Emiliano Zapata; por su parte, Octavio, bendito sea, desertó enseguida del correaje para abrazar la causa gentil de la cultura. Los Knörr en su domicilio de Vitoria, vivieron esa misma experiencia; discutían durante horas, con parientes y amigos, al amparo de la casa grande de los descendientes del alemán Roman Knörr Streiff, que llegó a Espña en 1870 escapando de la guerra franco-prusiana y se entroncó más tarde con los indianos Ortiz de Urbiña. Puso en marcha una fábrica de cervezas y hielo, La Esperanza, y en 1952 lanzó al mercado la exitosa marca del refrescos, Kas.
Los Knörr pertenecen a la lista de apellidos extranjeros con raíces en la endogamia que colonizó el País Vasco en Vitoria Gasteiz, en la bellísima Concha de Donosti y en el Neguri bilbaíno, altar del hierro y las finanzas. Compartieron experiencias con los Arzak, de origen gascón; los Orlando, sicilianos y forjadores de un emporio alimentario; los ferreteros Scheifler; los alemanes Erhardt, representantes de Krupp; los textiles Poirier; los curtidores Smith, entroncados con el núcleo Lipperheide (Unión Química del Norte o la Compañía Española de Plásticos); los Chalbaud, descendientes del fundador de La Gaceta del Norte y emparentados con, los Ybarra, Lezama-Leguizamón o los Barandiaran, la familia del gran antropólogo vasco, mentor de Julio Caro Baroja; los Power, liderados por Federico Power Larrea, accionistas del Banco de San Carlos y del Banco de Bilbao; los Petit, a rebufo de Javier de Satrustegui Petit de Meurville, fundador del Diario Vasco; los Jacquet, Nolte o Kutz y especialmente los Mac-Mahon, una larga saga irlandesa de emprendedores vinculados a Iberdrola.
Junto a Juan María Atutxa y Kontxi Bilbao, Gorka Knörr (todos miembros de la Mesa del Parlamento) fue condenado en 2008 por el Tribunal Supremo por no disolver el grupo de Sozialista Abertzaleak. Resultaron absueltos en 2017 por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Él encarna hoy en Cataluña la opción del recurso a Estrasburgo en la que confían los abogados defensores del Juicio del Supremo al procés. La vía Gorka-Atutxa es para el mundo soberanista la red de aterrizaje tras una sentencia que se prevé dura.
La política le abrió (hace años) el regreso a su segunda patria y a la música. Aquí, entre nosotros, volvió a la guitarra y grabó su último disco: Ez dugu etsiko (No cejaremos), un remedo musical del lamentable “ho tornarem a fer”. Pero su faceta creativa ha sido de nuevo interrumpida por la vocación política. En la sede de la Delegación de la Generalitat en Madrid, en el espacio Blanquerna, junto al Paseo de la Castellana, Gorka exhibe ya sus credenciales como plenipotenciario de Waterloo, capital de una República imaginada, tras la renuncia de Barcelona inmersa en la gran prevaricación de una nueva DUI. Los salones del Blanquerna, digo, iluminarán las trincheras del Jarama a nuestros defensores del sujeto de derecho frente a la España a la que llaman autoritaria. Llegan la susceptibilidad, las repulsiones y la gran desconfianza. No espero que Gorka se muestre ahora como uno de estos “espíritus finos” que Pascal opuso a los “espíritus geométricos”. La visceralidad del nacionalismo es un tributo insalvable.