Como doy por sentado que todos ustedes han visto el video de las tres mujeres del colectivo Almas Veganas en el que explican cómo separan a sus gallinas de los gallos para evitar que las violen, creo que puedo comentar el asunto sin necesidad de dar grandes explicaciones. Casi todo el mundo se ha tomado a pitorreo a esas tres chicas, y más de uno ha hecho algún comentario políticamente incorrecto sobre su no muy agraciado físico. Hay que reconocer que las pobres chicas se han ganado a pulso el choteo, pero deberíamos tener presente que no están solas en el mundo, sino que representan a la facción más delirante del feminismo radical, la que incluye en la sororidad a las hembras del reino animal. De ahí que estas tres perturbadas --pertenecientes a ese modelo de feminista que sus detractores suelen calificar, con perdón, como Las Locas del Coño-- no contemplen la posibilidad de que la relación entre un gallo y una gallina pueda ser consentida y deseada por ambas partes. ¿Acaso no hay feministas extremas que consideran la penetración una violación, aunque el pene haya sido acogido con suave hospitalidad por la vagina correspondiente?
No sé ustedes, pero a mí estas tres no me han pillado por sorpresa. Hace tiempo que existe esa peculiar relación entre feminismo y animalismo, y lo que las tres zumbadas dicen de las gallinas lo he oído antes de las vacas, de las gatas y de las perras. Tienen razón en lo de que las gallinas viven hacinadas: ya era hora de que algún animalista lo dijera y dejase por un momento de dar la brasa con las corridas de toros. Tienen razón en que se las obliga a poner más huevos de los que pondrían motu propio, pero es que a la gente le gusta comer huevos de gallina. Insisten en que los huevos son de las gallinas y en que los humanos no tenemos derecho a comérnoslos, y llegan a acusarnos a los que comemos huevos de participar del maltrato animal y de la humillación permanente a la que, al parecer, se somete a las aves de corral.
Lo bueno (y lo malo) de la sociedad actual es que cualquiera puede decir lo que se le antoje, que siempre habrá algún medio que recoja sus declaraciones, por absurdas o desquiciadas que nos parezcan a la mayoría. Hace una década, si alguien hubiese tenido el cuajo de sostener que los gallos violan a las gallinas --cuando todo el mundo sabe que solo ciertos seres humanos faltados de cariño se apuntan a semejante abominación, aunque no los suficientes para reemplazar a la tradicional pareja mixta española compuesta por el pastor y su cabra favorita--, se le hubiese enviado al carajo, nadie habría grabado sus demenciales comentarios y hasta se hubiera podido llevar un sopapo, por imbécil. Ahora, como se supone que todas las opiniones son respetables, nadie se atreve a decir en voz alta --más allá de los comentarios sarcásticos en las redes sociales-- que las tres amigas de las gallinas no están del todo bien de la azotea y necesitan ayuda psiquiátrica con carácter de urgencia (o, en su defecto, practicar el sexo con un hombre, una mujer o un animal).
La unión del feminismo más delirante y del animalismo más desquiciado solo puede llevar a cosas como ese video viral que ha visto media España. Otro de esos casos, cada vez más frecuentes, en los que se juntan el hambre y las ganas de comer.