Entre los nacionalistas sigue abierto el debate sobre el papel asignado o asumido por sus líderes. Algunos están convencidos de la estrategia complementaria de los “exiliados” con la de los presos. Otros subrayan que los fugados están desplegando acciones que mantienen el procesismo en la agenda europea, mientras que los encarcelados están anulados coyunturalmente en su capacidad de actuación. Por el contrario, hay bastantes que consideran que los que están siendo juzgados son los que siguen enarbolando la bandera de la dignidad y legitimidad del separatismo al poner en evidencia la represión del Estado español, antidemocrático, fascista, franquista, atrasado, que ya tiene escrita la sentencia... y así, erre que erre, hasta el infinito y más allá.
Los recientes resultados electorales pueden ser interpretados de esos tres modos, sin que por ello el independentismo reconozca abiertamente que, de momento, ha fracasado. Su esperanza tiene fundamentos oníricos y dogmáticos, pero también se basa en actitudes y postulados racionales. Una de sus meditadas tácticas es la complicidad con los abuelos y los hermanos del noqueado nacionalismo terrorista, colectivos e individuos ahora debidamente blanqueados, los segundos por el independentismo o por el populismo podemita, los más viejos --encabezados también por un simbólico tractor y su aitor-- por los dos principales partidos nacionales. Todos hacen ver que el violento perro está muerto, cuando en verdad aún no lo está, prueba incuestionable es la permanencia de su rabia, extendida ahora por la nazio ahizpa Katalunia.
Esta plural percepción sobre el papel de los líderes separatistas es también compartida por opinadores y políticos no nacionalistas. Algunos ven que Puigdemont se está metamorfoseando en un muñeco ridículo y esperpéntico, mientras que Junqueras vuelve a ser aquel mocetón entrañable y moderado. Sin duda hay diferencias entre uno y otro. El primero era un fanático que desde la fuga se ha fanatizado aún más, peor imposible. Marine Le Pen o Matteo Salvini aparecen como estadistas serios, a lo sumo conservadores, al lado del personaje puigdemontesco, un ultra desbocado asesorado por un equipo de abogados ¿pagados por quién?
De Junqueras, con un apellido tan castellano que siempre se catalaniza, dicen que aboga por el entendimiento y el diálogo. Ramón de España lo calificó de beato por su interiorizada creencia en la liberación nacional, en tanto que revelación de una ley divina que reparte más panes que hostias. Políticamente ocupa un rango de alta dignidad, y mientras espera la sentencia que lo pueda convertir en mártir, ejerce de cardenal a la espera de la silla pontifica de la Generalitat. Y como tal es el máximo responsable de unas las acciones más despreciables que tanto proliferan en Cataluña: la ignorancia y la indiferencia respecto al otro mediante el recurso a la excomunión horizontal de la comunidad política. Los actos que mejor ejemplifican este comportamiento, propio de mentes xenófobas y supremacistas, son la recurrente limpieza con lejía de la calle tras pasar los cerdos de los otros, no dar la mano en mesas electorales a los líderes apestados o verter cargamentos de estiércol a las sedes de juzgados o de partidos políticos que, además, son señalados con el lazo amarillo de los totalitarios.
Como sucede en el cristianismo desde comienzos del siglo IV, la excomulgados no son expulsados de la comunidad, sino incomunicados temporal o definitivamente con el resto de miembros, fieles cumplidores con las normas o los dogmas. El cardenal Junqueras bendice esta práctica y, no me extrañaría, que desde su móvil en el banco de la Sala segunda del Supremo fuera el autor de los anatemas, esas maldiciones que día tras día sus acólitos renuevan y lanzan contra los catalanes heterodoxos, calificados por él como herejes a la espera de la sentencia del tribunal inquisitorial de turno que los condene al destierro interior, al exilio o a la hoguera del silencio.