El París de Macron abre fuego contra el nacional-populismo, mientras el europeísmo de centro defiende a Barcelona, mascarón de proa. Las dos ciudades hermanas reciben el influjo de Manuel Valls, situado en cabeza de la forcé tranquile de la Casa Europea, frente a quienes buscan el alma de la nación, como lo hacen los identitarios de ERC y JxCat. La cena del lunes en el Elíseo, entre Sánchez y Macron, es la nueva imagen de Europa, en un momento de duda por parte de Merkel, con su carta de dimisión bajo el pisapapeles. La canciller se confunde: ha sido derrotada por los Verdes, en las europeas, pero ella ha derrotado ampliamente a Alternativa por Alemania (AfD), los xenófobos hitlerianos.

Sobre el mantel del Elíseo y bajo la batuta del jefe de cocinas del palacio presidencial, Bernard Voussion, se notó el aliento de Valls, el convidado de piedra, además de nexo de unión natural (más allá de antipatías y disensos) entre el socialismo español y el centro político francés de En Marche. También estaba simbólicamente Franz Timmermans, candidato de carne y hueso a presidir la Comisión, el político neerlandés que se pronunció sobre el caso español, el pasado jueves 23 de mayo, al advertir a Ciudadanos que un nuevo pacto con Vox “les condena a salir del Grupo Liberal del Parlamento Europeo”. Si Ciudadanos disemina por España la foto de la Plaza de Colón será como aquel marinero que perdió la gracia del mar, en palabras Yukio Mishima, escritor, kamikaze y samurai. Es el ultimátum indirecto que se ha filtrado desde alguno de los mil pasillos del Berlaylemont Building de Bruselas, aunque no lo parezca.

Sánchez y Macron alimentan el sueño de que el partido de Rivera se olvide de Covadonga y acepte el quid pro quo que le propone el PSOE: respaldo naranja en la Asamblea de Madrid, para hacer presidente de la Comunidad a Ángel Gabilondo, a cambio del apoyo socialista, en el municipio de la capital, para convertir a Begoña Villacís en la nueva alcaldesa de Madrid. Parece posible, pero si escuchas a la portavoz naranja in pectore, Inés Arrimadas, de todo eso, nada.

Timmermans es un hombre de aspecto bonachón que esconde un alma de descollante Macchiavello. El conocido socialdemócrata neerlandés podría encontrar la horma de su zapato en la figura de Josep Borrell; o tal vez, ganar simplemente la compañía del ministro español de Exteriores, en el papel de Jefe de la Diplomacia de la UE, el nuevo Mister Pesc. Sea como sea, se trata de utilizar a la UE para tomar impulso y evitar a toda costa al nacionalismo destructor a hurtadillas (“no hemos hecho nada”, dice Junqueras cada vez que puede). Se trata de que los secesionistas dejen de flotar en un falso constitucionalismo exento de categorías, según el cual no hay verdades sino interpretaciones y de descartar la humillación de los que sostienen el legado de Erasmo y Goethe. Está en juego la Europa que unió el continente con las Islas británicas, tal como lo planteó Churchill, en su conocido discurso, La tragedia de Europa, el 19 de septiembre de 1946 en la Universidad de Zúrich, un año después de acabar la II Guerra Mundial y de que finalizase su primer mandato como primer ministro al perder las elecciones legislativas del Reino Unido, de 1945. Churchill dice, en un momento de aquella histórica alocución, que UK y Francia deberían ser un mismo país capaz de defender lo único real de nuestra convivencia: la democracia y la división de poderes.

Aquel mensaje, que el Brexit ha puesto de nuevo encima de la mesa, es muy contrario al nacional-populismo catalán, y mantiene a raya a la ponzoña dipsomaníaca del británico Nigel Farage o de su amigo Boris Johnson, el ex ministro del Foreign Office, aspirante a suceder a May en Downing Street, pese al miedo que produce en la City de Londres. La matriz del mal nacionalista se expresa así: Puigdemont y Farage, tanto monta; Boris Johnson y Junqueras, monta tanto. El Brexit y el procés son el mismo combate, persiguen el mismo fin impulsados por un narcisismo disgregador y racista. A pesar de encontrarse en situaciones personales muy diferentes, los cuatro políticos citados representan la misma disolución de valores que hasta hace poco aseguraban nuestro futuro. ¡Y no podemos transigir ante semejante desiderátum!

Bruselas ha perdido Londres por los cantos de sirena que llegan del Mar del Norte, pero no quiere perder Barcelona, el mayor puerto del Mediterráneo, la ciudad abierta e innovadora de la Revolución del Vapor, de las vanguardias, del Art Decó, del conocimiento y del frente marítimo digital y turístico. No puede perder lo que queda de todo eso y que se deteriora a cada minuto que pasan los independentistas en el poder. Ernest Maragall, el manto del águila centrípeta, el hermano non docto de un gran alcalde, ha puesto una pica en Flandes con su resultado del 26-M. Quiere convertir Barcelona en la capital de una república balcánica. Pero Iceta le hace frente al anunciar un posible pacto PSC-Comuns para evitar la levitación Montserratina de quienes piensan, junto a Ernest, que el báculo municipal es la Virgen morena entronizada en su nuevo santuario. El primer secretario del PSC, antes de convertirse en ministro de Sánchez, ha refutado una plaza de Sant Jaume monocolor, algo tan indeseable que convertiría nuestro el dolor de muelas de cada mañana en un calco renal permanente.

Pensar que siempre nos quedará Iceta significa abrir una esperanza en nuestros corazones. Él piensa como el escritor insondable que analizó la batalla de Waterloo con los ojos de Dios y llegó a la conclusión de que aquel combate de primer orden lo había ganado un capitán de segundo orden. Quizá cree que no es la voz autorizada de la voluntad divina. Pero a la vuelta del verano, lo veremos. Torra convocará las elecciones autonómicas que dividirán en dos el Parlament: a un lado, la Gironda, legión de pensadores (unionistas), y al otro, la Montaña, grupo de atletas (forzudos indepes).

La cena frugal de anteayer en el Elíseo, en la que Macron y Sánchez se repartieron la tarta europea del centroizquierda, solo tocó de refilón las murallas de Barcelona, a punto de caer en manos de los aislacionistas.