Empezamos una semana que se promete apasionante. Si alguien creyó que se le había acabado la capacidad de sorpresa que se vaya olvidando. Los indepes son inagotables, inasequibles al desaliento. Si no que le pregunten a Miquel Iceta. Pero, al menos, se acaba este largo proceso electoral. Después ya vendrá el mercadeo de los pactos. Ahora quedan cinco días de campaña en los que cualquier error puede ser fatal. Puede extenderse la consigna de ¡cuerpo a tierra! porque volarán los cuchillos. A la vista de los últimos estudios demoscópicos y aún con el escepticismo que cada cual quiera ponerle, hay tendencias que prometen un final de carrera excitante en Barcelona para ver quién se queda con la alcaldía. Veremos cómo se reorientan las invectivas y como se perfilan los adversarios de cada uno.

Las encuestas se pueden creer, no creer o querer creer. Pero a la vista de la última encuesta publicada por Crónica, todo apunta a que el candidato de ERC, Ernest Maragall, está en condiciones de ser el primer edil de la ciudad. De esta forma, doña Inmaculada, al comenzar la semana, ha pasado de ser la fucking alcaldesa, a la alcadesa fucked. En castellano puro y duro: de la jodida alcaldesa, a la alcaldesa jodida. Será cosa suya o de su equipo de campaña, pero lo cierto es que así --fucking alcaldesa-- se presentaba en un vídeo que se pretende muy guay a ritmo de reguetón.

Los comunes o, mejor dicho, su lideresa optó por una campaña fundamentada en las emociones, al más puro estilo populista. Al final, han acabado en un ejercicio Flower Power como si fuese inspirada por Allen Ginsberg y estuviésemos a mediados de los sesenta: poesía, música, colores, bondad y amor, sobre todo eso: amor, por encima del odio. Y con o para gente superpower. Tal vez pensando sobre todo en esos voluntarios de hace cuatro años que ahora pueden ser asalariados moviéndose frenéticos por las redes sociales. Solo falta encontrar su Woodstock aprovechando que se cumplen cincuenta años del festival de “hacer el amor y no la guerra”, que aquellos eran los tiempos álgidos de Vietnam. Con la que está cayendo en Barcelona, es como pensar en pintar la habitación de los niños cuando tienes encima un tsunami.

Más allá del amor fraterno, existe otro mantra de la alcaldesa que comparte con su socio Pablo Iglesias: “Más que nunca, hay que hacer gobiernos progresistas y las izquierdas deben entenderse sí o sí”. En una reciente y extensa entrevista, repite hasta dieciocho veces la palabra “progresista” adjetivando fuerzas, partidos, pactos, acuerdos, políticas, ciudad o gobiernos (en siete ocasiones). Ahora bien, ¿quiénes son esas fuerzas progresistas? Eso ya no lo concreta nunca. Los de EUA salieron por piernas de la coalición o lo que sea eso. ICV ha sido masacrada y no queda prácticamente nadie. De los once concejales electos hace cuatro años, solo quedan cuatro en lugares de la candidatura con posibilidades de salir. Apenas queda lo que algunos de los suyos llaman la “guardia pretoriana de Colau”.

Cabría la hipótesis de que ese empeño en el entendimiento de las fuerzas progresistas se refiera al PSC. Pero ella misma laminó el pacto con Jaume Collboni. En el fondo, da la impresión de tener un talón de Aquiles tintado de amarillo y que, dentro de su calculada ambigüedad, está más cerca de ERC que de los socialistas. No puede extrañar: una historia repetida en la izquierda desde hace más de un siglo. Ernest Maragall parecía el adversario favorito con quien poder pactar después de los comicios. Además, hay una acusada tendencia a ver ERC desde Madrid como un partido progresista y dialogante, pragmático incluso, olvidando su dureza en los momentos más críticos. Nunca imaginó que el salto electoral de los republicanos fuera el que fue en las elecciones generales.

Doña Inmaculada prefirió el cuerpo a cuerpo con Ciudadanos, con Manuel Valls, instalada en el eje izquierda-derecha que quizá le parecía más cómodo y apropiado. Y, por extensión, con eso que llama “las élites”, sin precisar cuáles ni quiénes son: las del dinero, las académicas, las acomodadas, los medios de comunicación (algunos), las legislativas, las gobernantes… Es el resultado de un exceso de relato y una carencia de discurso. Como decía recientemente Laurent Joffrin, director de Liberation, propia de la ambigüedad de lo que se ha convenido en llamar como populismo de izquierdas, de la fractura entre pueblo y élites. Sin que esté claro quién es uno y cuáles las otras. Cada populista tiene su pueblo y varía según el partido que lo invoque. Ellos mismos, comunes o Podemos forman ya parte de las elites legislativas y ejecutivas, cada cual a su nivel. Un estado de esquizofrenia. El populismo acaba promoviendo alianzas contra natura y distorsiones estratégicas.

Si los comunes pierden la alcaldía de Barcelona y la lideresa toma el camino de la retirada, veremos qué pasa con eso que llaman partido y no se sabe si es tal o un movimiento suma coyuntural y personalista de agregados diversos. En la referida entrevista, la señora Colau afirmaba: “Tengo dos hijos pequeños preciosos que quiero disfrutar, tengo un montón de libros por leer. No necesito quedarme en la política institucional y me imagino haciendo muchas otras cosas”. El domingo empezaremos a salir todos de dudas.