La figura de María Lejárraga (1874-1974), pedagoga, feminista, dramaturga, novelista, ensayista y parlamentaria socialista durante la Segunda República, pese a su relevancia para la cultura española, cayó en el olvido tras su exilio a causa de la Guerra Civil. En las últimas décadas, se han reeditado sus dos libros de memorias a la vez que se aireaba lo que era un secreto a voces en los ambientes literarios y artísticos del primer tercio del siglo XX: que la verdadera autora de la mayor parte de las obras firmadas con el nombre de Gregorio Martínez Sierra, su marido, incluyendo las que llenaban los teatros, era María.
En Gregorio y yo: Medio siglo de colaboración (1953), explicó que optó por el anonimato para no empañar la limpieza de su nombre “con la dudosa fama que en aquella época caía como sambenito casi deshonroso sobre toda mujer literata”. Igual que George Sand o George Eliot, usó el pseudónimo masculino como recurso literario y existencial para soslayar la hostilidad y el oprobio social, que, en su caso, al estar volcada en la dramaturgia, hubieran sido aún mayores por la mala reputación de la mujer en el mundo de la farándula. También publicó sus ensayos feministas, excepto uno, con el nombre de Gregorio, pues, incluso en este ámbito, se daba más crédito y autoridad a las palabras de un hombre que a las de una mujer.
Además de guardar las apariencias, María escogió el heterónimo conyugal por un “romanticismo de enamorada”: “Casada, joven y feliz, acometióme ese orgullo de humildad que domina a toda mujer cuando quiere de veras a un hombre”. Ciertamente, amó mucho a su marido y trabajó con él en prolífica colaboración hasta que falleció en 1947. Después de la muerte de Gregorio, su “alma de viuda” le rindió homenaje y rememoró las “horas serenas” que compartió con “su compañero de camino”. La ocultación de su autoría obedeció también a una estrategia deliberada para desplegar su quehacer literario y asegurar el éxito de sus obras, pues la marca “Gregorio Martínez Sierra” promocionaba el talento de los dos. Ella escribía y él, “inteligente y entusiasta animador de revistas y empresas literarias” --en palabras de Juan Ramón Jiménez--, se ocupaba en esos menesteres, así como de las relaciones públicas y la dirección escénica, campo en el que descolló como uno de los grandes del teatro español.
Antes de casarse en 1900, la joven pareja ya había publicado cuatro libros: “Llegamos al santo estado del matrimonio a fuerza de colaborar en nuestra obra común”. Al principio, vivieron modestamente del salario de maestra que ella percibía. En 1905, la beca que la Escuela Normal Central otorgó a María para investigar nuevos métodos pedagógicos en el extranjero le permitió trabar importantes relaciones para su porvenir literario. En París conoció, entre otros, a Isaac Albéniz, Manuel de Falla y Eduardo Marquina. Apasionada de la música y excelente libretista, colaboraría más adelante con Usandizaga (Las golondrinas), Marquina y Falla (El amor brujo y El sombrero de tres picos). Fundó con Gregorio Renacimiento (1907), la revista del modernismo literario donde escribieron Rubén Darío, Juan Ramón Jiménez, Emilia Pardo Bazán y un granado elenco de escritores. Para el lanzamiento de su carrera teatral fueron decisivas la generosidad de Santiago Rusiñol y el apoyo incondicional de Benavente. María tradujo la obra rusiñoliana La bona gent, que se estrenó el 4 de enero de 1906 en Madrid. Luego, Rusiñol, Gregorio y ella escribieron juntos Vida y dulzura (Els savis de Vilatrista en la versión catalana), “feliz producto de tres mentes que nació hablando dos lenguas” y se representó simultáneamente en Madrid y Barcelona. Desde el estreno de Canción de cuna (1911) los resonantes éxitos teatrales del matrimonio trascendieron las fronteras españolas y se representaron en Francia, Inglaterra, Latinoamérica y Estados Unidos, donde los nombres de María y Gregorio aparecían conjuntamente en los programas de las funciones teatrales y se les citaba (Sixteen Famous European Plays, 1947) al lado de Ibsen, Chejov, Pirandello y otros ilustres dramaturgos.
Cuando Gregorio se enamoró de Catalina Bárcena, joven actriz cubana de la compañía, a María se le desgarró el corazón. Del modo en que la amante la humillaba durante una gira por Andalucía da idea la carta que escribió a Falla el 8 de marzo de 1916: “Ella dedicó el viaje --ya le contaré a usted detalles-- a demostrar que ella era la “esposa”, la “elegida” y yo poco menos que una maleta, a quien se lleva en el viaje de caridad”. Tras un intento de suicidio en el mar de Barcelona, fue recuperando paulatinamente el control de sus emociones y continuó escribiendo las comedias que representaba como protagonista absoluta Catalina Bárcena. No faltó quien acusase a Gregorio de explotarlas laboralmente, como el polígrafo venezolano Blanco Fombona: “Gregorio lo deja todo para consagrarse al teatro y a la Bárcena. Hasta aquí explotó el talento de su mujer, que es quien le escribe sus libros. Ahora va a explotar la voz de oro de la Bárcena”. Pero la maledicencia se estrelló contra la querencia incondicional de María: “De todos nuestros años de intimidad, no recuerdo una sola palabra áspera; [Gregorio] ha sido uno de los seres humanos con más perfecto dominio de sí mismo”.
Tras el nacimiento de la hija de Gregorio y Catalina en 1922, María se separó y compró una casa en Niza, donde residió los siguientes ocho años sin interrumpir su colaboración literaria con Gregorio, a quien permaneció siempre unida intelectual y afectivamente. Regresó a España con el advenimiento de la Segunda República. Al ser elegida diputada socialista en 1933, dejó de escribir y se consagró a la actividad política que ella denominaba “propaganda del PSOE”. Fue una tenaz defensora de los derechos de la mujer y de su acceso a la educación en un país con un porcentaje de analfabetismo escalofriante.
Mujer fuera de lo común, tuvo grandes amigos como Santiago Rusiñol, pese al “tragicómico terror al trato femenino” del artista catalán. Su epistolario con Juan Ramón Jiménez o Manuel de Falla es de una intensidad, delicadeza y fraternidad extraordinarias. Sólo después de la muerte de Gregorio en 1947, comenzó a firmar su producción con el nombre de María Martínez Sierra, porque “ahora, anciana y viuda, veóme obligada a proclamar mi maternidad para cobrar mis derechos de autora”. Y aún así, en ejercicio de orgullo de humildad y menosprecio de autoría, le escribió a su hermano Alejandro: “Las obras son de Gregorio y mías, todas, hasta las que he escrito yo sola, porque así es mi voluntad”.