Sobrevalorada, superficial y sensacionalista. Así es Tesla, o mejor dicho su alma mater Elon Musk, a quien el regulador bursátil americano, la SEC, le obligó a dejar la presidencia ejecutiva en septiembre de 2018, para ser CEO con vigilancia reforzada por un nuevo consejo por su irrefrenable tendencia a usar Twitter en lugar de emitir hechos relevantes.
No deja de ser curioso que una pequeña empresa dentro de un sector maduro y ultracompetitivo no solo sea mundialmente famosa, sino que logre una valoración disparatada. Es palpable su incapacidad para elevar el ritmo de producción manteniendo unas ratios de calidad y productividad aceptables, alcanzando pese a todos sus esfuerzos una producción anual de menos de 250.000 coches, cifra que superan cualquiera de las grandes plantas españolas, entre otras la de PSA en Vigo, Opel en Zaragoza, Renault en Valladolid, Volkswagen en Landaben o SEAT en Martorell. Sin embargo, tiene un precio en bolsa superior al de Toyota, Ford, FCA o Renault, siendo solo superada por General Motors y por el líder mundial, Volkswagen. Que VW valga sólo un 80% más que Tesla vendiendo casi 11 millones de coches (es decir, casi 45 veces lo que vende Tesla), o que Toyota o Renault valgan menos de la mitad con unas ventas cada uno de ellos por encima de 10 millones de coches parece de broma, sobre todo cuando Tesla ha hecho historia por ganar algo de dinero dos trimestres seguidos, aunque nunca ha cerrado un ejercicio con beneficios, vuelve a estar en pérdidas y es más que probable que pronto tenga que realizar una ampliación de capital simplemente para tapar agujeros. La “aburrida” Volkswagen, con su “carga” de más de 600.000 empleados, su increíble esfuerzo en innovación superior a los 15.000 millones anuales y aún haciendo la pesada digestión del dieselgate, con un coste estimado de al menos 30.000 millones, ganó en 2018 más de 12.000 millones, es decir, más que la facturación de Tesla. Y así año tras año.
Solo se entiende esta sobrevaloración desde la óptica de los inversores que apuestan por empresas que “van a cambiar el mundo”, como Uber, Airbnb o Amazon. Amazon durante muchos años ha perdido cantidades notables de dinero y ahora comienza a ganar e incluso a asustar a los retailers tradicionales. Solo la perseverancia de su fundador y la adaptación de su modelo de negocio le ha hecho brillar. Pero pensar que Tesla puede ser el Amazon del automóvil es como poco ingenuo. En 2018 solo han podido vender la mitad de vehículos que prometieron a comienzos de año, y sus fallos de calidad son estrepitosos. Además, tampoco ha cambiado los fundamentos del sector porque la novedad eléctrica ya no es tal y todos los fabricantes tienen planes de electrificación espectaculares. Si el mundo financiero fuese justo, deberíamos ver el declive de Tesla más pronto que tarde o, en el mejor de los casos, su venta a un grupo “tradicional”. El acuerdo para consolidar emisiones con Fiat-Chrysler es una buena idea y podría ser el principio de algo más, con FCA o con algún otro fabricante rezagado en la electrificación. El problema es, sin duda, la ecuación de canje, demasiado desequilibrada a favor de Tesla, que imposibilita un acuerdo más que necesario con un fabricante “tradicional”.
Tesla ha hecho cosas muy buenas, no cabe duda. Ha espoleado la industria del automóvil hacia la electrificación, aunque los errores de los fabricantes tradicionales han acelerado la transición más que cualquiera de sus modelos por mucho que uno de ellos esté orbitando sobre nuestras cabezas. En la conducción autónoma es un actor normal, aunque muy sobrevendido. Los sistemas de ayuda a la conducción de los vehículos de última generación de la mayoría de marcas son igual de buenos o mejores, solo que nadie los publicita como autoguiado, porque no lo es. Pero donde ha sido radicalmente rompedor es en la relación del vehículo con el software. Hace muchos años que se logra un comportamiento muy diferente de un mismo motor que se monta en diferentes modelos o incluso marcas gracias al software, pero hasta Tesla nadie se ha atrevido a cambiarlo en remoto. No está claro si los fabricantes derivan los coches al concesionario o a centros especializados para modificar el software del vehículo para evitar su hackeo o para generar ingresos a sus concesionarios, pero Tesla ha roto ese paradigma y, de momento, no se han reportado problemas. Fue una excelente acción de marketing el ampliar en remoto la autonomía del parque de Teslas de Florida de manera gratuita con ocasión del huracán Irma. Eso sí es una innovación y no clavar un ipad en un tablero con una estética como poco mejorable. Y si acabase de decidirse por la venta directa real, sin concesionarios, también sería una innovación notable.
Pero Tesla comete muchos fallos. Anuncia que los coches son autoguiados, cuando en realidad solo tienen, como todos los buenos coches actuales, ayudas a la conducción, importantes pero que no relevan al conductor de su responsabilidad, de ahí los accidentes que han tenido, y seguirán teniendo. Se les ha incendiado espontáneamente algún coche, al menos 14, el más reciente un modelo S en un parking de Shanghai, algo que también les ocurre, también de manera muy poco frecuente, a fabricantes de teléfonos, PCs o skates eléctricos (que por cierto no dejan subirlos a los aviones por razones de seguridad) o la autonomía cae en picado en condiciones de frío invernal. Pero no solo se equivocan en lo sofisticado, también en lo más básico, como en las franquicias (distancia entre piezas) muy grandes e irregulares, señal inequívoca de mala calidad en el montaje, en la calidad de los acabados de pintura, en el bloqueo de puertas y ventanillas con temperatura bajo cero o en el diseño del maletero del Model 3, al que le entra agua de lluvia cuando se abre. En definitiva, grandes visionarios, pero todavía aprendices en la fabricación, lo cual es especialmente grave en un sector muy maduro donde los errores básicos son más que evidentes. Ni al coche más barato le entra agua en el maletero cuando llueve.
Tesla, con sus luces y sus sombras, es un excelente paradigma de lo que hoy es la realidad empresarial que triunfa en bolsa, mucho ruido, mucha promesa de futuro y mucha apariencia digital pero en la mayoría de las ocasiones con fundamentos débiles. Es una de las consecuencias del exceso de liquidez en los mercados, que en lugar de reactivar la economía real se dedica a especular con un futuro que probablemente nunca llegue. Aunque el valor de la acción ha caído más de un 30% desde máximos, todavía está rematadamente cara.