El protagonista de La última noche de Boris Grushenko --un espléndido Woody Allen-- contaba orgulloso que su padre le había dejado en herencia un terreno. Para demostrar que no era un farol, se sacaba del bolsillo un palmo cuadrado de tierra y lo mostraba a los incrédulos: aquella era la tierra que le había legado su progenitor, que sería pobre pero honrado y había querido que su hijo dispusiera de un terruño, cual aristócrata moscovita aunque en miniatura.
El pobre Grushenko no era ni siquiera minifundista, se quedaba en microfundista, y por supuesto jamás construyó un palacio en su terreno, ni siquiera cultivó nada en él, ni un rábano habría cabido, se contentaba con ser propietario. Eso, y llevarlo en el bolsillo, que no son muchos los dueños de tierras que pueden hacerlo.
Quien sí puede es Rai López, que recorrió a pie los 1.300 kilómetros que separan Amer (pueblo natal de Puigdemont) y Waterloo, de donde regresó con ni más ni menos que un terrenito extraído de la "Casa de la República", que con tan pomposo nombre se conoce entre el independentismo el chalé donde se pega la gran vida el expresidente y prófugo de la justicia. Según contó en TV3, cadena que regaló a tan importante operación inmobiliaria unos 15 minutos en prime time, el terreno --de tamaño similar al que acarreaba a todas partes Boris Grushenko-- no fue hurtado, sino que, en un alarde de generosidad, Puigdemont en persona le permitió llevárselo.
No se sabe si, como Grushenko, López contará a todo aquél que quiera escucharle que el propio Puigdemont le donó en vida unos terrenos para que los usara como se le antojara y, seguidamente, se los sacará del bolsillo para pasmo de su interlocutor. Supongo que sí, uno no recorre a pie 1.300 kilómetros para después guardar en casa el fruto de la caminata, eso merece mostrarse. Hay quien cruza el mar jugándose el pellejo en pos de una nueva vida y hay quien cruza Europa jugándose la poca vergüenza que le resta en pos de un terreno de bolsillo, cada uno tiene en la vida las prioridades que le da la gana.
Lo primero que debió pensar el agraciado con el terreno, sería construir en él un huerto y una casita, nada hay más catalán que la caseta i l’hortet, pero si en un palmo cuadrado metes un huerto, no cabe la casa, y viceversa. Y aunque elijas la una o el otro, no será techo que dé cobijo ni campo que llene la despensa. Llegado a este punto, lo mejor que puede hacer Rai López con su microfundio es construir en él un altar --no en vano es tierra sagrada, regada con el sudor de Puigdemont y quien sabe si abonada con el fruto de su sagrado vientre un día que, paseando por el jardín, acaeció una urgencia--. Un sencillo altar, un templete que recuerde la procedencia de tan estimada reliquia, lo que sea, este pedazo de tierra llegado de Waterloo no ha de desaprovecharse. Puesto que a causa de su exigua superficie no es posible que todos los creyentes puedan pisarla, olerla y quien sabe si comerla --qué digo todos, ni siquiera uno solo de ellos-- , podrían postrarse ante ella los más fieles de entre los fieles, así fuera por turnos.
Terrenos de bolsillo, lugares que nos remiten a las guerras napoleónicas... Las coincidencias con La última noche de Boris Grushenko no pueden ser casuales y menos si atendemos a la última y más diáfana: al final de la película, Boris --condenado a muerte-- está en capilla, esperando al alba para ser fusilado. En esas se le aparece un ángel y le anuncia que no debe temer nada, que cuando el pelotón esté a punto de disparar, él regresará y detendrá la ejecución. Boris, claro está, se queda mucho más tranquilo, ahí es nada, tener la garantía de todo un ángel. La siguiente escena, ya de buena mañana, nos muestra a Grushenko en compañía de la muerte, que se lo lleva. Lo único que atina a balbucear el ya fusilado es: "Me han engañado". Exactamente como todos los Grushenko catalanes, a quienes se les apareció Puigdemont asegurándoles que la independencia llegaba al amanecer. "Nos han engañado", dicen ahora, aunque algunos --como Grushenko-- sean dueños de un terrenito.