Jorge Luis Borges, con su ironía inteligente, propuso una vez que los políticos no fueran considerados personajes públicos. Parece una boutade, pero la frase tiene su trasfondo: la vida pública es inequívocamente política, pero las formas de la política contemporánea están arruinando desde hace tiempo nuestra existencia colectiva. Toda una paradoja. Basta ver un telediario: la agenda de declaraciones de rojos, azules, naranjas, morados y amarillos, un par de sucesos, noticias virales, anuncios y deportes.

El debate público en España, que en el siglo XIX consistía en zaherir al adversario político en los mullidos sillones del casino, con un aguardiente transparente en la mano, o en discutir de toros, se limita en estos tiempos a la venta al por mayor de las habituales marcas políticas y al fútbol, que ha sustituido a la lidia dentro de las preocupaciones del ciudadano medio. Algunos dirán que es lo natural: se habla de lo que interesa más a la gente, como si la vida cotidiana consistiera en contemplar este espectáculo donde casi no existen ideas --sólo lemas-- ni nadie muestra la mínima convicción --los intereses a corto plazo mandan-- ni, por supuesto, los asuntos importantes --el trabajo, la vivienda, la cohesión social, la educación, la cultura-- son objeto de análisis, sino meros pretextos para ejercer la demagogia.

Votamos sin parar --un signo de escasa calidad democrática-- no para solucionar nuestros problemas, que no dejan de perseguirnos, sino para perpetuar en el centro del escenario compartido a una clase política donde los recientes se han equiparado demasiado pronto a los dinosaurios. La partitocracia se celebra a sí misma con una vehemente sentimentalidad --lo hemos visto en el sepelio de Rubalcaba, hombre de indudable luces y bastantes sombras-- pero en cambio se muestra sorda ante los grandes retos sociales, obsesionada con su hegemonía.

No hay nostalgia en este razonamiento: si echamos la vista atrás se comprueba no tanto que antes tuviéramos políticos mejores, sino que todavía no nos habíamos vuelto tan escépticos como ahora. Votamos hace semanas la composición del nuevo Congreso. En unos días volveremos a las urnas para elegir a eurodiputados que no conocemos --y que disfrutarán de una canonjía institucional por la que sólo rendirán cuenta ante sus respectivos jefes de escuadra-- y a unos alcaldes que, al menos en las grandes urbes, no tienen más receta que la turistificación, ese espejismo de riqueza que beneficia a unos mientras los costes del negocio se socializan.

No es mejor el panorama en el país interior: de un tiempo a esta parte se ha puesto de moda hablar de la España vacía --el concepto acuñado por Sergio del Molino-- pero nadie parece haber reparado en que no existe correspondencia entre las necesidades de los pueblos y comarcas y el sobredimensionamiento institucional de la España oficial, donde conviven cuatro niveles de gobierno (local, provincial, autonómico y central) sin que esto suponga ningún beneficio para los ciudadanos, que con sus impuestos costean a esta constelación de padrecitos de la patria que o viven de la exacerbación identitaria --nacionalista, pero también parroquial-- o de las aspiraciones de grandeur de los napoleones de aldea.

Algunos politólogos, los predicadores de nuestros días, afirman que vivimos inmersos en la era de la política líquida, utilizando el fértil concepto creado por el sociólogo Zygmunt Bauman, que pronosticó la transformación de las sociedades contemporáneas en mundos volubles, aéreos y gaseosos, donde nadie puede creer en nada porque nada es cierto. Lo escribió Dylan: “All the truth in the world adds up to one big lie”. Nuestra era es la de las democracias representativas e inútiles, incapaces de gestionar el paraíso que prometen a diario mientras la vida real, llena de calamidades, pasa a nuestro lado y el tiempo se esfuma.