Llevamos años con precios contenidos, cuando no deflacionarios, por la debilidad de la economía, la globalización y los bajos ingresos de la gran mayoría de la población. Eso es así en casi todo, pero no en la electricidad. En ocho años España ha pasado de tener la electricidad más barata de Europa a “disfrutar” de una de las más caras, dependiendo en este caso de algo tan aleatorio como cuánto sopla el viento (es decir, de cuánta energía eólica se consume). Y eso que es malo en lo absoluto lo es más en lo relativo, pues nuestros salarios son un 30% o un 40% inferiores a Francia o Alemania. No solo nuestros ciudadanos pasan demasiado frío, o demasiado calor, por no poder pagar la factura eléctrica, sino que más de una empresa hace las maletas buscando energía más barata.
Nuestro sistema eléctrico es complejo y requiere una transformación profunda y sosegada. Como tantas cosas en nuestro país es el resultado de parches que, vistos en la distancia, carecen de sentido.
De igual manera que la gasolina, auténtico impuesto líquido, no todo lo que se paga por la electricidad va a las eléctricas, ni mucho menos. El 21% es IVA, o sea impuesto, pero un 41% va a lo que se denomina “peaje” o tarifa de acceso, y aquí se incluyen amortización de errores del pasado, ayudas y subvenciones. Con el recibo de la luz se paga la no apertura de alguna central, la desnuclearización, el cierre de minas de carbón o las ayudas a las renovables, además del bono social y de las ayudas extrapeninsulares. En definitiva, un pozo sin fondo que vamos pagando kilowatio a kilowatio. El 38% restante constituye la retribución a los productores y comercializadores de la electricidad y que varía, de una manera tan compleja como perversa, en función de la climatología, el precio del petróleo y el precio de los derechos de emisión de CO2.
La electricidad, como la gasolina, como el tabaco, como el alcohol, ayudan a tapar las vergüenzas de las cuentas públicas. Según las estadísticas, el recibo más frecuente se mueve entre 50 y 100 euros al mes, cantidad que tiene un impacto muy diferente según sea el nivel de ingresos de quien lo paga. Dado que la mayor parte del recibo no está relacionada con el coste de producción, desde luego el esquema tarifario no es justo en absoluto. Con el panorama político tan fragmentado y poco dado a pactos de Estado seguiremos con parches que los pagarán, como de costumbre, quienes menos pueden.
Sobre el 39% relacionado con la generación también debemos reflexionar. Queremos energía limpia, pero por supuesto ni un pantano más y ojo con las aspas de los molinos que matan pájaros y con los saltos de agua que dificultan poder remontar los ríos a los salmones. No queremos centrales térmicas, pero nos manifestamos para mantener el empleo en las minas de carbón. Queremos cerrar las nucleares, aunque luego tengamos que importar energía de Francia, segundo productor mundial de energía nuclear, solo superado por Estados Unidos. No se puede ser más incoherente.
La realidad es que el mundo, y especialmente Europa, quiere descarbonizarse, por lo que hay que pensar muy en serio en un futuro más eléctrico y más verde pero, también, más justo. No tiene sentido que quien no llega a fin de mes participe en el pago de los incentivos para que alguien se compre un coche eléctrico de 80.000 euros. En esto, como en tantas cosas, no hay mala fe, solo precipitación y atajos en busca del aplauso fácil. Enciérrense los sabios, que los hay, constrúyanse sólidos modelos de generación y de financiación y apruébese un nuevo esquema tarifario por una base parlamentaria amplia que permita afrontar un periodo razonable de tiempo sin estar pendientes de la lluvia, el viento o el precio del gas. Claro que la reforma eléctrica tendrá que estar acompañada de una reforma fiscal profunda, de la de las pensiones, de la financiación de la sanidad... Demasiados deberes para quienes tampoco parece interesarles mucho el bienestar real de sus administrados, como hemos padecido en la campaña electoral.