No tengo ni idea de quien ganó el doble debate ni cuál va a ser la influencia del espectáculo político en los resultados electorales del próximo domingo. La historia está plagada de perdedores de debates que ganan comicios y brillantes polemistas que van directos a los bancos de la oposición. Para saber quién ganó y quién perdió habría que saber cuáles eran los objetivos de cada candidato ante su examen televisivo, que se supone eran diferentes. Y también las expectativas de cada espectador.
Uno cosa quedó meridianamente clara, en la izquierda existe una jerarquía asumida por Pedro Sánchez y Pablo Iglesias: el uno quiere presidir el Gobierno y el otro ayudarlo para que no pierda el norte del progreso. En la derecha, Albert Rivera no parece dispuesto a reconocer la primacía de Pablo Casado, al menos hasta que las papeletas se lo manden.
El debate no es el lugar más propicio para presentar propuestas detalladas ni ofrecer acuerdos concretos, para disgusto de politólogos, cuya fe en la contraposición de ideas ante las cámaras de televisión es inagotable. El debate es el reino de los comunicólogos que deciden sondeos en mano el margen de maniobra ideal para salir vivos del combate. Luego cada candidato aporta su carácter personal intransferible e indomable, su habilidad innata o ensayada para divulgar sus promesas y su capacidad para soportar las provocaciones de la competencia con más o menos elegancia.
Los dos debates de esta semana, especialmente el segundo, se ha parecido mucho a un top manta de la política. Hubo argumentos falsificados, mentiras comprobadas, afirmaciones de dudosa calidad, fotografías, gráficos, tesis doctorales y libros fuera de contexto, mucha prisa para dejar dicho lo imprescindible según el guion de campaña y poco interés en responder a interrogantes trascendentes. El producto brillaba gracias a los focos y al énfasis de los prescriptores pero buena parte de lo dicho tendría dificultades para superar un control de calidad.
Y aún así, es mejor que haya debates a que no los haya. En las casi cuatro horas de televisión invertidas en las dos convocatorias tal vez no se han aportado novedades programáticas significativas, identificables o evaluables para inclinar el voto de los indecisos, pero los protagonistas han quedado retratados y el retrato de los candidatos es relevante en el momento de concederles o negarles la confianza. Siempre con la duda existencial de saber que la imagen dada en esta larga secuencia podría no ser del todo real, tan solo una apariencia del político sometido a cierto grado de tensión, en todo caso mucho más soportable dicha tensión de la que van a tener que enfrentar en la mayoría de decisiones de Estado que alguno de ellos deberá tomar en breve.
Nerviosos estaban todos. A Rivera le dio por hablar y gesticular, interrumpiendo sin miramientos a cualquiera; a Casado por sonreír defensivamente al verse abandonado por su socio natural; Iglesias dejó campar a sus anchas al maestro de escuela que lleva dentro y Sánchez buscó la seguridad en la lectura sin disimulo de su lista de decretos leyes, como prueba de fe de futuras leyes. ¿Es esto suficiente para obtener la confianza de quienes todavía no se la han otorgado?
A primera vista, hubo un presidenciable, un aliado fiel, un candidato a jefe de la oposición y un político aterrado por el miedo a un fracaso que podría acabar con su carrera. Hubo un lobo feroz que no salió en pantalla cuyo nombre algunos de los presentes ni tan solo mencionaron. Estos fueron los personajes. Probablemente, no estaríamos de acuerdo en adjudicar a cada actor su papel. Esta es la gracia del debate, cada espectador lo interpreta a su gusto y siempre gana el suyo, que para eso lo es.