La pólvora catalana del ochocientos nunca tuvo destino militar, pero protagonizó una guerra comercial de precios y aranceles, que acabó por despeñarla. El centro de gravedad de esta especialidad química fue la ciudad de Manresa y su verdadero pulmón, la compañía de Pere Canals, La Manresana. Inventada en China en tiempos casi inmemoriales e introducida en Europa por los árabes, en el siglo XII, la pólvora compitió por sus usos industriales en un lapso de tiempo de apenas 40 años. Bajo la marca Diamante, se fabricó a gran escala en La Manresana, como materia intermedia en la producción de cartuchos de dinamita para hacer túneles o levantar puentes y presas, pero acabó difuminándose, bajo la competitividad de fabricantes europeos, como la Real Fábrica de Ebekausen (Baviera). El competidor germano introdujo en España la marca Diana y desplazó del mercado a los fabricantes catalanes, pendientes de unas barreras arancelarias, que el Estado nunca estableció.
En 1856, el Estado desamortizó las fábricas de pólvora que estaban bajo su tutela y las subastó, como lo harían, 150 años después, los sucesivos gobiernos del PP y PSOE con los grandes activos eléctricos en generación. Aquella privatización pionera fue el origen del uso industrial de la pólvora, marcado siempre por disputas en materia de seguridad y de medio ambiente. La producción del explosivo mantuvo siempre métodos convencionales, que acabaron sepultando los logros tecnológicos de futuro, como la pólvora blanca expuesta en la Junta de Comercio, en 1848, por el entonces director de la Escuela Industrial, Josep Roura. En su libro Barcelona antigua y moderna, Pi i Arimon cuenta como la pólvora blanca pronto quedó olvidada a pesar de su mayor eficiencia en el uso de explosivos controlados. La industria rechazó la innovación de Roura, porque las Reales Fábricas de Pólvora, consignadas por los gobiernos, tenían un régimen de monopolio legal, que incorporaba la compra de materia prima a bajo precio, para mantener abiertas las explotaciones mineras de las que se obtenía carbón, azufre y potasio, componentes de la pólvora.
Entre los activos desperdigados de estas fábricas se encontraban los antiguos molinos polvoreros de Manresa, amparados por una legislación del setecientos. Al reunir estos activos olvidados y levantar La Manresana, Pere Canals fundó un negocio floreciente pero de escasa duración. (Desemvolupament industrial i evolució urbana a Manresa, 1800- 1870, de Josep Oliveres). La industria evitó el contagio de la tecnología punta al desconfiar de los costes reales de la pólvora blanca, cuya capacidad, sin mella para el medio ambiente, quedó demostrada en unas célebres pruebas realizadas en las Atarazanas de Barcelona y en el Campo de la Bota, cuando era un erial destinado a los tiradores de los escuadrones de artillería. La cadena inexcusable entre los fabricantes y los químicos se rompió en el caso de la pólvora, como se rompería muchos después, en el campo de la energía, durante la segunda mitad del siglo pasado, cuando el ingeniero Duran Farell mostró la eficiencia del gas natural frente al petróleo, pero tuvo que esperar unos años a que el fin de la autarquía económica facilitara su transporte. En el caso del gas, como había ocurrido mucho antes con la pólvora, los cambios regulatorios abrieron el camino de la innovación. Los cambios llegaron de la mano de los López, como se conocía a los ministros de Franco que pertenecían al Opus Dei, y especialmente a la figura del ingeniero López Bravo, titular de Industria, cuyo inesperado fallecimiento en un accidente de aviación, en Sondica (Bilbao), paralizó la primera liberalización energética.
Mucho antes, en el olvido al que fue sometida la pólvora blanca, cabe recordar que el trasfondo político de los experimentos de Roura en la Junta de Comercio (1848) fue la España constitucionalista, emergida tras la muerte de Fernando VII y dividida entre liberales (Mendizabal y Espartero) y moderados, liderados por Narváez quien, contra todo pronóstico, se convirtió en hegemónico. El país entero fue testigo de enfrentamientos que tiñeron de sangre las calles, hasta la disolución de las Cortes y la suspensión de las garantías constitucionales, por parte de Narváez. Bajo un régimen autoritario, conocido irónicamente como el moderantismo y en medio de decenas de penas capitales, el mundo de la ciencia tuvo una repercusión a todas luces insuficiente. Narváez deporto a Filipinas, Canarias o Guam a 1.500 notables de ámbitos progresistas y, además, expulsó de España al embajador británico en Madrid, Lord Bulwer, hombre de ideas liberales, lo que agravó el conflicto diplomático latente con Londres desde la Restauración borbónica que había supuesto el fin ralentizado de la Constitución de Cádiz. Los ecos de aquellas asonadas llegaron en forma de rebajas presupuestarias a la Junta de Comercio de la Llotja de Barcelona. La Junta fue un baluarte científico, frente a la triste Universidad oficial de Cervera, devuelta un siglo antes por Felipe de Anjou y colonizada por tomistas y agustinianos. El bando liberal español tuvo que esperar casi una década para recuperar el pulso en la Vicalvarada (1854) de O'Donnell o mucho después, en la Revolución Gloriosa (1868) del general Prim, conocida con el nombre de septembrina, que dio lugar al destierro de Isabel II e inició el Sexenio Democrático.
Pere Canals siguió durante décadas explotando los viejos molinos polvoreros de Manresa. Vivió como empresario bajo la Gloriosa a pesar de que su negocio menguaba de año en año. Se refugió en su mansión en la Costa Roja de Cerbère Banyuls y se hizo instalar una línea telefónica privada para asombro de sus vecinos. La Manresana siguió fabricando pólvora por medios convencionales hasta 1871, el año en el que explotaron dos depósitos situados junto al río Cardener, evidenciando las escasas medidas de seguridad de los molinos, según narraron las crónicas de la época, en el Diari de Barcelona y en el Semanario de Manresa, como recoge el tomo dedicado a metalúrgicos y químicos de Fábricas i empresaris (Enciclopedia Catalana) de Francesc Cabana.
La Manresana perdió su rastro tras la desaparición de Canals, pero mantuvo algo del pionero bajo la denominación de Nueva Manresana; esta segunda continuó la producción originaria, pero fue derivando su negocio hacia la producción de fuegos artificiales, que fueron presentados en la primera Exposición Universal de Barcelona, celebrada en 1888. La pólvora china volvió así a su origen oriental, sin pasar por la servidumbre del uso militar. La producción en masa del explosivo que haría temblar la tierra y estallaría en mil metrallas en los campos de Europa, sirvió primero para iluminar las noches de verbena.