La sorpresa gestual de Javier Melero al escuchar al comisario de información referir el activismo de su compañero de mesa, el abogado defensor Andreu Van den Eynde, resume muy bien la credibilidad del movimiento separatista entre el común de los mortales no fanatizados. Fue el citado abogado el que tejió su propia trampa cuando preguntó al testigo policial cómo se mediaba a la entrada de los --mal llamados-- colegios electorales del 1-O. El comisario le hizo la graciosa concesión de que fuese el letrado el que respondiese a la sala, al haber sido él mismo mediador en uno de ellos.

Y, de repente, Van den Eynde se transmutó en una suerte de letrado demediado que, como en la novela de Italo Calvino, se partió por la mitad por un cañonazo --en este caso, el suyo propio-- pero sobrevivió. Así, la próxima semana veremos a dos Van den Eynde interpelando a los testigos por separado, unas preguntas las hará el letrado, otras el militante mediador. Cada uno, como en la fábula de Calvino, con las vísceras partidas pero anudadas y las venas cauterizadas; y cada mitad en busca de la otra. ¿Será Junqueras la heroína Pamela quien conseguirá por su amor reunificar las partes del letrado demediado?

No es la primera vez, y deseamos que no sea la última, que Van den Eynde deleita a toda España y parte del extranjero con expresiones disparatadas, preguntas inconexas, silencios hueros y búsquedas traspapeladas con caricias a su barba. Pero ¿cómo es posible que se tendiera su propia trampa al preguntar cómo se mediaba? En Genealogía de los modorros, Quevedo definió a este tipo de personas como “el hombre que, no bien ha comenzado a hablar, cuando nos da a entender lo que es en las palabras que dice”.

Son numerosísimas las citas en nuestra literatura clásica sobre la mala imagen de los abogados ante la afición litigante en la sociedad de aquellos siglos. Los dardos sarcásticos de Quevedo, el mejor prosista del Barroco, son quizá los más conocidos. En Visita de los chistes dedicó una crítica mordaz contra el sistema judicial que, a buen seguro, cualquier habitante del Tribunal Supremo la conoce pero no la comparte:

“¿Queréis ver qué tan malos son los letrados? Que si no hubiera letrados, no hubiera porfías; y si no hubiera porfías, no hubiera pleitos; y si no hubiera pleitos, no hubiera procuradores, y si no hubiera procuradores, no hubiera enredos; y si no hubiera enredos, no hubiera delitos; y si no hubiera delitos, no hubiera alguaciles; y si no hubiera alguaciles, no hubiera cárcel; y si no hubiera cárcel, no hubiera jueces; y si no hubiera jueces, no hubiera pasión; y si no hubiera pasión, no hubiera cohecho. Mira la retahíla de infernales sabandijas que se produce de un licenciadito, lo que disimula una barbaza y lo que autoriza una gorra.”

Conclusión de inspiración quevediana: sin abogados no hubiera habido procés. ¿Debería cambiar el tribunal el foco de su atención? Errará aquel lector que piense que en asuntos de justicia todo está inventado. Ni siquiera para el sarcástico Quevedo todo estaba sentenciado en aquella época de tanto desengaño, por eso entre chiste y chiste recordaba “que en el tiempo que por falta de letrados se determinaban las causas a cuchilladas”. Y entre ironía y desencanto, Quevedo afirmó que “el mejor jurisconsulto es la concordia”, aquel que después de oír las acusaciones y las defensas, consigue con su sentencia que “todos, corriendo, nos vamos a concertar con nuestros contrarios”. ¿Llegará ese momento? De ilusiones también vive, y mucho, el ser humano.