La gente con buenas intenciones es un peligro público. Sobre todo si ha superado con holgura la barrera de los sesenta y cinco años, ese non plus ultra. Lo escribió Dylan: “Satán, a veces, se presenta como un hombre de paz”. Suele ocurrir, sobre todo, en los ejercicios espirituales de inspiración franciscana, que continúan siendo una forma de hacer política, aunque ahora se llamen encuentros de la sociedad civil. Lo comprobamos, décadas después de huir del dogma de la cruz y la confesión obligatoria, en el Palau Macaya de Barcelona, donde este fin de semana nos reunimos –gracias a la generosa invitación de los organizadores– ciudadanos de Andalucía y Cataluña, incluidos también los apátridas de ambas autonomías, para cambiar impresiones (esto es: reproches con sonrisas) sobre cómo encauzar el conflicto virtual que, con el mismo poder que las ficciones de Borges (Tlön, Uqbar y Orbis Tertius), condiciona la realidad política española.
Por supuesto, no llegamos a ninguna conclusión compartida. Y, sin embargo, la iniciativa fue un éxito. Nos permitió confirmar que el asunto en cuestión responde a unas lógicas generacionales, las famosas guerras de nuestros antepasados, que, en estos tiempos de Rosalía, pese a todas las apariencias ambientales, deberían estar más que superadas. Los participantes en este encuentro fueron, en su mayoría, glorias de aquella izquierda que dejó de serlo en los ochenta, nada más llegar al poder, pero que siguen practicando los vicios de su juventud: dar la brasa en las asambleas o componer manifiestos pacoibañescos. Políticos oldies. Armas de destrucción masiva cuando se ponen delante de un atril. Intelectuales, sindicalistas, académicos (con los traumas de siempre), politólogos e historiadores a los que nos sumamos, por obligación, escritores y periodistas. Unos –fue nuestro caso– con simple vocación de oyentes; otros, en cambio, necesitados de que alguien, aunque fuera por caridad, les escuchara un rato.
El teatrillo comunal nos permitió constatar una intuición: ni los indepes, representados por algunas de sus luminarias, ni la Generación del 4D (aquellos que han vivido como dioses gracias a un pueblo pobre que continúa siendo pobre), tienen abuela. Esto es: sentido autocrítico. Ambos bandos estaban encantados de (re)conocerse. Anclados en sus respectivos dogmas sentimentales que, como sabemos, tienen una traducción material que pagamos entre todos. En ambos palpitaba la autosatisfacción, esa sensación de creerse en posesión de la verdad, la ceguera que provoca que se obvie la evidencia de los hechos para predicar la ficción de los deseos. La patología es especialmente grave en el caso de los soberanistas catalanes, encerrados en un narcisismo que exige que el proyecto europeo se adapte a las “demandas de Cataluña”. Llamarlo vanidad se queda muy corto.
La generación que hizo la autonomía andaluza, por supuesto, no llega tan lejos, pero a estas alturas de la película aún sostiene que el experimento del autogobierno meridional ha sido muy satisfactorio. Para algunos de ellos, que han cobrado cesantías, ese animal mitológico, o disfrutan de la pensión máxima sin haber cotizado igual que los demás, no cabe duda de que la Andalucía autonómica ha sido un auténtico ensueño; cuestión distinta es su beneficio para los ciudadanos que, hace apenas cuatro meses, hicieron una impugnación a la totalidad de esta fantasía generacional en las urnas.
Siendo grave, la dolencia de la izquierda andaluza tiene tratamiento y, quizás, una lejana cura, cosa que no podemos decir de su homóloga catalana. Su mal es más profundo. En todas las intervenciones de los patricios independentistas, desde la más moderada a la más airada, estaba presente, formulado de una u otra forma, ese supremacismo tácito que proclama –en bucle– que ellos son mejores que los demás. No distintos, sino mejores. Y, en consecuencia, son ellos quienes deben decidir (sin nosotros) sobre la hacienda compartida. Decir quién puede ejercer la soberanía y quién no.
No fue ni mucho menos lo peor: lo verdaderamente alarmante fue escucharlos seguir calificando como “inmigrantes”, con el mismo lenguaje de la posguerra, a los españoles que deciden viajar desde el Sur al Norte de su propio país para buscarse la vida. O verlos exigir una “integración en la cultura catalana” que no es sino la aceptación de una sumisión innecesaria e inaceptable. Por la noche, tras las jornadas de debate, una amiga me contaba delante de unos tragos las consecuencias de todo esto. Me decía que nunca se borra por completo esa sensación de ser una ciudadana de segunda cuando, pese a haber nacido y haberse criado en Barcelona, como la mayoría de quienes habitan en la Ciudad Condal, hablar catalán y español y compartir vivencias entre ambos mundos, tus apellidos, que son idénticos a los de tus padres, revelan un pasado (ajeno) en otras tierras de España.
Entonces es cuando maldices a quienes han conseguido que otros se sientan inferiores por el mero hecho de ser distintos. El nacionalismo catalán, en el fondo, se parece bastante al costumbrismo sevillano, que juega todo el rato con el deseo de integración de quienes no pertenecen a su círculo sagrado y, como tontos, o como ingenuos, se pasan la vida intentando hacerse dignos de traspasar esta línea imaginaria. Uno lo aprendió hace mucho tiempo: a las pandillitas que juegan a ser mejores que nadie hay que mandarlas directamente al carajo. Es la única forma de poder ser uno mismo.
Los dos únicos lugares de España donde a los ciudadanos se les califica despectivamente por su lugar de origen, en vez de por su talento personal, son Euskadi y Cataluña, donde los nacionalistas aún disfrutan diferenciando entre los murcianos, los castellanos, los extremeños y los andaluces, como si fuéramos insectos distintos de la misma colmena. El problema catalán no lo va a arreglar ni la reforma de la Constitución, ni el 155, ni la España federal de los izquierdistas de salón y los podemitas multicolores. La España real no está en el proyecto federal. Ni es un espacio plurinacional. Es un país mestizo que ha diluido todas estas banderas y tópicos idiotas en un magma fecundo, compartido y sólido porque se basa en los afectos por elección, aquellos que son absolutamente libres, donde lo importante no es el origen de nada ni de nadie, sino la síntesis de todos en una patria nueva que ya no es patria, sino una evidencia.