El Consell Executiu presidido por Quim Torra tiene pendiente de ejecutar dos sustituciones. Lo suyo sería hablar de una crisis de Gobierno, intentar averiguar quién sucederá en el cargo a la titular del departamento de Presidència y a la de Cultura, ver como se mantendrá el equilibrio interno de un Gobierno de coalición, valorar el balance de gestión presentado por las consejeras salientes (si es que existe), incluso averiguar si su salida se debe a una pérdida de confianza del presidente o a una dimisión encubierta de las afectadas. Sin embargo, todos sabemos que no hace ninguna falta, porque se trata tan solo de un movimiento interno del independentismo, que responde únicamente a intereses electorales de Carles Puigdemont, que nada tiene que ver con la gobernanza de Cataluña.
La Generalitat como institución histórica de todos los catalanes sí que está en crisis por decisión consciente de la actual mayoría parlamentaria. Desde el primer minuto de legislatura, dicha mayoría (de forma elocuente por parte de JxCat y renuente por parte de ERC) dio prioridad al mantenimiento del estado de excepcionalidad, creado por ellos mismos a partir de septiembre del 2017, reforzado por la miopía del PP con el 155 y prolongado en el tiempo por la estrategia independentista de centrar su acción política entorno a los políticos encarcelados y la denuncia de la represión estatal.
El Gobierno de Torra es un espejismo, una simple caja de resonancia de los intereses legitimistas de Puigdemont, hasta llegar al extremo de que muchos de sus consejeros, los de JxCat, empezando por el presidente, se consideran unos impostores que ocupan unos despachos que no les pertenecen a ellos sino a sus predecesores de la anterior legislatura, cesados por la intervención del Estado. Con este planteamiento, a quién le pude interesar formar parte de un ejecutivo prácticamente ilegítimo, según sus propias denuncias, sin mayoría absoluta, sin presupuestos, sin otro plan de actuación pública que no sea la retórica republicana.
La Generalitat fue en un tiempo una herencia histórica recuperada por el clamor popular, pensada como un valioso instrumento de construcción del país; los políticos catalanes aspiraban a formar parte del Consell Executiu como culminación de su carrera y aunque era un instrumento de autogobierno modesto en cuanto a autonomía financiera, mantenía una ambición institucional (y un prestigio) muy superior a la de un ejecutivo autonómico, gracias a unos servicios nacionales de sanidad, educación y seguridad que aún se mantienen en pie y a unos consensos esenciales sobre lengua y cultura que sostuvieron una convivencia modélica, últimamente cuestionada.
Desde hace muchos meses, aquella Generalitat es una administración desconcertada por el manifiesto desinterés de sus dirigentes en recuperar la normalidad institucional (para no perder el relato de la represión); un nido de desconfianzas entre los socios a causa de sus indisimulables diferencias sobre lo qué hacer y por su lucha por la hegemonía en el movimiento, perfectamente personalizada en la guerra particular por el liderazgo entre Junqueras y Puigdemont.
Básicamente, el Gobierno de la Generalitat es ahora un trampolín para saltar a la arena electoral porque mantiene una aparato propagandístico notable. ERC no tuvo inconveniente alguno en mandar a Ernest Maragall a la batalla por el Ayuntamiento de Barcelona, forzando un intercambio de papeles con Alfred Bosch en la Conselleria de Exteriores, y el presidente legítimo de JxCat no ha dudado en provocar un cambio en Presidència y Cultura para reforzar la candidatura barcelonesa con Elsa Artadi, y la lista del Congreso con Laura Borràs; las dos, como segundas tras el correspondiente candidato procesado.
Salvo milagro, ni Artadi será alcaldesa de Barcelona ni Borràs ministra en Madrid pero a las dos se las ve felices por abandonar el Gobierno de Cataluña. Esta es la verdadera crisis, la falta de atractivo de la Generalitat, la desaparición de la Generalitat como primer actor político del país, como institución representativa de todos los catalanes. La pasividad de Torra ha permitido convertirla en delegación del Consell de la República con sede en Waterloo; el Consell Executiu ha olvidado su función de motor de la administración catalana, limitando su papel al de instrumento complementario de la estrategia de confrontación decidida por Puigdemont, en detrimento de su obligación estatutaria de ocuparse de los intereses del conjunto de ciudadanos.