El andalucismo, que desde hace cuarenta años es un credo difuso que practican todos los partidos políticos del Sur, aunque con matices divergentes, es una forma de nacionalismo amable y, salvo en lo folclórico, esa maldición estomagante, escasamente agresivo. Quizás por eso resulta simpático fuera de Andalucía, donde el Sur es contemplado como una sucesión de tópicos que algunos confunden (interesadamente) con una supuesta identidad comunal. Como proyecto político, el experimento ha tenido un éxito relativo: Andalucía, a pesar de haber progresado desde la década ochenta del pasado siglo, sigue sufriendo carencias sociales impensables en otros territorios de España.
La diferencia con el pasado más reciente, aquellos tiempos míticos en los que se reivindicaba la autonomía como fórmula de progreso, es que desde hace cuatro largas décadas la responsabilidad del atraso regional ya no es achacable al colonialismo interior –aquella socorrida justificación de las izquierdas en la España de finales de los setenta–, sino al talento de los propios andaluces, que ejercemos el autogobierno con plenos derechos.
Esta evidencia, que el socialismo peronista jamás ha aceptado –la mejor manera de no asumir ninguna responsabilidad es culpar a los otros de tus propios errores–, ha generalizado una epidemia de hipersensibilidad social ante supuestos agravios foráneos que –supuestamente– vendrían a denigrar una identidad compartida y prístina, como si cada hombre no fuera un individuo diferente. Un asunto absurdo porque, como dice el refrán, no ofende quien quiere, sino quien puede. Otra cosa distinta es que existan ofendiditos profesionales.
Igual que todos los catalanes no son nacionalistas, muchísimos andaluces tampoco creemos en este dogma de pueblo incomprendido y ofendido, y, por tanto, libre de cualquier responsabilidad e inocente sobre sus propias desgracias. Los victimismos, en política y en la vida, nunca son buenos. Para nadie. Por eso nos inquieta que PP, Cs y el PSC se hayan puesto de acuerdo para aprovechar políticamente la nostalgia de los andaluces que viven en Cataluña, más de un millón y, en su mayoría, como ayer relataba la compañera María Jesús Cañizares, instalados en el área metropolitana de Barcelona.
Esta población, procedente de las oleadas de inmigración histórica de un Sur subdesarrollado hacia un Norte industrial, está vinculada sentimentalmente –por procedencia– a Andalucía, pero no deja de estar formada por catalanes a todos los efectos: jurídicos, vitales y ciudadanos. No verlos así, sino como desgraciados andaluces de la diáspora, implica pensar que el ser humano, como ha explicado Fernando Savater en más de una ocasión, no tiene dos piernas (para desplazarse y buscar su destino), sino raíces (inmóviles).
Quien debería defenderlos del dogma indepe, que se arroga el derecho a dictar quién es (buen) catalán y quién no lo es, como si tal condición no dependiera de la voluntad, no es la Junta de Andalucía, sino el Gobierno central, que debería ser el único garante de la igualdad de los derechos constitucionales en todas las geografías del país. El nuevo presidente de la Junta, Juan Manuel Moreno Bonilla (PP), que nació en Barcelona pero se crió en Málaga, ha aprovechado la festividad autonómica (28F) para visitar y hacerse fotos triunfales con lo que –ridículamente– denomina “las comunidades andaluzas en el exterior”, como si entre el Sur y Cataluña existieran fronteras en lugar de vínculos.
Sólo con la utilización de este lenguaje heredado Moreno Bonilla valida, sin saberlo, la demagogia nacionalista, que defiende que entre las regiones de España existen no ya diferencias culturales, sino dueños distintos y virreinatos de facto. Los andaluces de ayer son los catalanes de hoy. Y viceversa. En ambos casos, ciudadanos libres e iguales. Que el nuevo presidente de la Junta se presente como “dique de contención y contrapeso” contra el nacionalismo –sin tener instrumentos legales para hacerlo–, lejos de ser una muestra de sensibilidad con los andaluces en Cataluña es una maniobra profundamente partidaria.
La batalla en defensa de los derechos de ciudadanía, que son los que el nacionalismo pretende destruir con su distopía, no debe librarse en las peñas culturales ni en Terrassa, sino en las instituciones del Estado. Consiste en algo muy concreto: no abandonar a ningún ciudadano de Cataluña, da exactamente igual cuál sea su origen, a sufrir la dictadura del supremacismo nacionalista en su propio país. Una obligación política que, como demuestra la historia reciente, no han hecho ninguno de los gobiernos ni de González, Zapatero y Sánchez (PSOE), ni de Aznar y Rajoy (PP). Probablemente porque hacerlo depende de algo inusual en política: tener convicciones, no intereses (electorales).