Si el arte conceptual, brillante e ingenioso en los años 60 y 70, languidece hoy día en la más absoluta banalidad --no exenta de oportunismo-- es gracias a personajes como Santiago Sierra (Madrid, 1966), un tipo que empezó estrujándose el magín como artista político antisistema y que ha acabado fabricando fetiches progres, a la par que onerosos, para coleccionistas con complejo de culpa, pero adinerados, a los que, además, pone condiciones: quien desee adquirir el ninot de Felipe VI de cuatro metros y medio de altura -ideado al alimón con Eugenio Merino, otro maestro de la obviedad supuestamente subversiva- deberá, tras abonar los 200.000 euros de vellón, prenderle fuego a la estatua y conservar de recuerdo su calavera, que está hecha de titanio o de algún otro material resistente al fuego. Destacar en Arco no es fácil, y como Sierra lo consiguió el año pasado con unas fotocopias de supuestos presos políticos -que le acabó comprando Tatxo Benet, segundo de a bordo de Jaume Roures, quien inició así una colección de birrias que da pavor-, este año ha repetido la jugada en versión corregida y aumentada, para que se vea que, a él, a progresista y antisistema no le gana nadie. Tan lejos de la sutileza, el ingenio y, en última instancia, la eficacia de un Francesc Torres como del mundo delirante y marginal de Carlos Pazos --dos genuinos titanes del conceptual español- Sierra ha optado por dejar bien claro que, aunque no sea pintor, lo suyo es la brocha gorda.
Su asco a la derecha, eso sí, no le impidió representar a España en la Bienal de Venecia de 2003, cuando por aquí mandaba José María Aznar. Intentó redimirse en 2010, cuando le concedieron el Premio Nacional de Artes Plásticas y lo rechazó con una carta tan florida y pomposa que más bien parecía un manifiesto, quedándose aparentemente sin los 30.000 euros del galardón….Aunque luego, según se dice, le vendió la carta a un coleccionista que le soltó esa misma pasta: basta con darle dos veces al botón de la impresora para obtener una copia con la que hacerte el digno y otra con la que hacer negocio.
Todos sabemos que la vida del artista político es una contradicción permanente, pues necesita para subsistir al sistema del que abomina, ya que sus obras están fuera del presupuesto del ciudadano medio y solo pueden ser adquiridas por millonarios, museos e instituciones. Se trata, pues, de colar goles al enemigo y vivir a su costa, cosa contra la que uno no tiene nada que objetar siempre que se haga con cierto ingenio, algo que no le sobra precisamente al señor Sierra, que opta siempre por lo más obvio, espectacular y oportunista. ¿Qué hará si se interesa por su ninot real un coleccionista fan de Felipe VI que quiere convivir con una reproducción de cuatro metros y medio del monarca y se niega a prenderle fuego? Dejarse 200.000 pavos para acabar poseyendo una calavera de titanio y un video de la cremá es algo que dudo que haya mucha gente dispuesta a hacer.
Con un poco de suerte, Tatxo Benet puede salir al rescate para enriquecer su gabinete de atrocidades --que también incluye aquella estatua del rey emérito sodomizado por un perro que le costó el cargo a Bartomeu Marí en el MACBA--, pero una calavera y un video lucen menos que las fotocopias pixeladas de supuestos presos políticos que Sierra le endilgó el año pasado. Eso sí, artista y coleccionista son tal para cual: revolucionarios de estar por casa a los que les ha dado por denunciar un capitalismo del que ambos se benefician.