En la última década, las ejecuciones hipotecarias han descendido notablemente debido a la mejora de la coyuntura económica y a un criterio más selectivo de concesión de préstamos por parte de los bancos. Según el Consejo General del Poder Judicial, en 2008 su número fue de 58.656, en 2010 alcanzó las 93.363 (máximo histórico) y en 2017 bajó a 30.094. No obstante, no todas las ejecuciones comportaron la realización de lanzamientos (popularmente conocidos como desahucios).
En el período 2013-2017, la tasa de conversión fue del 42,7%. Los motivos fueron muy diversos: distintas medidas legales, la presión popular contra las entidades financieras, la popularización de la dación en pago y la consideración de una o más claúsulas del contrato de préstamo como abusivas por parte de los jueces.
En la etapa indicada, dicha baja tasa de conversión provocó que la mayoría de los lanzamientos tuvieran como causa el impago del alquiler. Así, 179.721 (55,1%) fueron por el anterior motivo y 132.570 (40,6%) por dejar de pagar el importe de la cuota hipotecaria. Una desigual distribución que en el tercer trimestre de 2018 aún se acentuó más. Durante éste, el 65,1% de los desahucios fue por la primera razón y únicamente el 29,5% por la segunda.
El elevado número actual de lanzamientos por impago del alquiler es consecuencia de una tasa de desempleo aún elevada, una gran subida en los últimos años del precio de los arrendamientos en las grandes ciudades y determinadas medianas, un escaso aumento de los salarios y una mala contabilización de ingresos y gastos por parte de algunas familias.
A diferencia de lo que muchos creen, la solución al drama humano que suponen los desahucios no consiste en establecer un precio máximo al importe del alquiler. Dicha medida comportaría una considerable penalización a los propietarios que llevaría a muchos a poner sus viviendas en venta. Por tanto, sus principales consecuencias serían una reducción de la oferta, una elevada caída de operaciones en el segmento oficial y la aparición de un mercado negro donde el importe del alquiler superaría al actual en múltiples ubicaciones.
Tampoco la solución es fijar impuestos o expropiar temporalmente los pisos vacíos. En primer lugar, porque éste es un concepto muy difícil de definir con la necesaria precisión. Así, ¿cuál es la diferencia entre una vivienda poco utilizada y una abandonada? Desde mi perspectiva, en un país donde se proteja la propiedad privada, una persona debe tener el derecho a pasar en un piso suyo los días que quiera, aunque tan solo sean cinco en tres años.
En segundo lugar, el número de pisos sin utilizar es uno de los grandes mitos económicos de nuestro país. Según el INE, en 2011 había 3,44 millones de viviendas vacías. En ellas contabiliza las que están a la venta, en alquiler, son inhabitables por su deficiente estado de conservación y están ubicadas en municipios con escasa o nula demanda.
En las grandes capitales, su verdadera cifra es insignificante. Las que lo están responden principalmente a dos motivos: serán dedicadas en un próximo futuro a un familiar o el propietario no dispone del suficiente capital para acondicionarlas y ofrecerlas en el mercado de alquiler.
Según mi opinión, la solución a los desahucios no pasa por impedirlos, sino por ofrecer de forma rápida a los desalojados con graves problemas sociales o escasos medios económicos una vivienda alternativa. Para conseguir tal propósito, es imprescindible crear un potente mercado de alquiler social que no se rija por las leyes de la oferta y la demanda.
En la actualidad, su dimensión es insignificante. Los motivos principales son la realización, desde la llegada de la democracia, de una política de vivienda destinada a estimular la compra, la venta de suelos de los ayuntamientos a los promotores privados para obtener recursos extraordinarios y la enajenación de pisos de alquiler por parte de corporaciones locales o Comunidades Autónomas durante la pasada crisis para reducir deuda o cuadrar el presupuesto anual.
Para las familias en situación de emergencia social, el importe del alquiler sería prácticamente anecdótico, no debiendo superar nunca los 100 €. Para las que disponen de escasos recursos económicos, aquél tendría un carácter variable anualmente y equivaldría al 20% de sus ingresos. En las grandes capitales y en la periferia próxima, nunca debería ser inferior a los 300 €.
La generación de un gran mercado social implicaría el establecimiento de cuatro medidas: la completa urbanización del suelo público en las principales urbes del país durante la próxima década (exigiría una tramitación urbanística exprés), la obligación de que las viviendas edificadas sobre dicho suelo únicamente puedan destinarse al alquiler, un aumento de la densidad de construcción en los nuevos terrenos urbanizados y estímulos fiscales y subvenciones, que aseguraran a los promotores e inversores una rentabilidad neta atractiva (por ejemplo, un 4,5%), si dedicaban nuevos edificios, destinados inicialmente al otro mercado, o algunos ya construidos a dicha finalidad.
En definitiva, un gran mercado social es factible. También que se cumpla la Constitución y que todo el mundo en España puede vivir en un piso digno. No obstante, no lo es a corto plazo. Los errores se pagan y, desde la llegada de la democracia, la política de vivienda ha sido un cúmulo de equivocaciones y de unos pocos aciertos aislados. Como dice el refranero: “más vale tarde que nunca”.