Sostiene David King en The Trial of Adolf Hitler: The Beer Hall Putsch and the Rise of Nazi Germany, que el juicio por el putsch de Munich de 1924 catapultó a Hitler hacia el poder; sin ese juicio “nunca hubiera podido pagar la fabulosa publicidad nacional e internacional que le deparó, convirtiéndole en un mártir y en un héroe nacional”.
A tenor de los delitos de los que se les acusaba, entre ellos, sobre todo, el de alta traición, que era el más grave del código penal (como atentado contra el Estado y la Constitución), todos los observadores del juicio estaban convencidos de que Hitler sería condenado a muerte, a cadena perpetua o a destierro indefinido. Pero la sentencia fue muy clemente. Los acusados fueron condenados a cinco años, de los que Hitler en concreto solo cumplió nueve meses, y además durante ese tiempo la cárcel le permitió recibir cada día y durante varias horas a mucha gente, con la que fue trabando alianzas y perfilando tácticas para alcanzar el poder. También fue allí donde dictó Mein Kampf a Rudolf Hess, que era su secretario.
No intentamos establecer paralelismos entre la ascensión al poder del matón Adolf Hitler-víctima y Oriol Junqueras inocente cordero pascual, pero tampoco nos parece ocioso subrayar algunas curiosas coincidencias en las que nos hizo pensar el otro día el juez, cuando permitió, benevolente, que Junqueras pronunciase un mitin político de hora y media e impidió al fiscal hacerle preguntas so pretexto de que el acusado no quería responderlas. En cambio nada tenía de extraño que el acusado saliera tan contento del interrogatorio.
Lo que dice King confirma lo que había dicho Joachim Fest en su canónica biografía de Hitler. Éste “supo obtener el máximo provecho. No afirmaba una y otra vez su inocencia, como habían hecho en su día los actores del KappPutsch (golpe militar fracasado dirigido por Wolfgang Kapp que se desarrolló entre el 13 y el 17 de marzo de 1920, a comienzos de la República de Weimar)”: en aquella ocasión, cada uno de los acusados “juraba que nada había sabido, nada había intentado y nada había querido. Ello arruinó al mundo burgués, porque no tuvo el valor de confesar los hechos y presentarse ante los jueces y decir: “Sí, nosotros lo hemos querido, nosotros queríamos derrocar este Estado”. A diferencia de ellos, Hitler declaró abiertamente sus intenciones pero rechazó plenamente la acusación de alta traición.
“Yo no puedo declararme culpable --dijo--. Yo reconozco, indiscutiblemente, lo que he hecho, pero no me siento culpable de alta traición. No existe alta traición en una acción que pretende enfrentarse con la traición a la patria en el año 1918.” (Se refería a la traición de políticos, financieros judíos y apátridas que obedeciendo a oscuros intereses supuestamente orquestaron la rendición incondicional de Alemania seis años antes, en la primera Guerra Mundial). “Por lo demás, una alta traición no puede existir por los aislados hechos del 8 y 9 de noviembre, sino, en todo caso, por las relaciones y acciones de las semanas y meses anteriores. Si realmente hemos cometido dicha alta traición, me sorprende que aquellos que entonces poseían las mismas intenciones que nosotros no estén ahora sentados a mi lado. Yo debo rechazar, en todo caso, esta acusación, mientras no me acompañen aquí aquellos señores que, con nosotros, habían querido la misma acción, la habían discutido y la habían proyectado hasta en sus mínimos detalles. Yo no me siento un traidor de lesa patria, sino un alemán que desea lo mejor para su pueblo”.
Páginas más tarde, en la biografía de Fest encontramos unas interesantes declaraciones de Hitler a sus colaboradores sobre la utilidad de su política de manifestaciones callejeras. Hemos citado aquí repetidamente Masa y poder de Canetti, de cuyas meditaciones no desmerece esta del Führer que iba conduciendo a su pueblo de éxito emocional en éxito emocional hasta la catástrofe absoluta:
“Cuando el individuo solitario, finalizada su jornada laboral, abandona su lugar de trabajo o sale de la gran empresa, donde siempre se siente pequeño, y se incorpora por primera vez a la manifestación de masas y se ve rodeado de miles y miles de personas que piensan como él; cuando, como buscando algo que todavía desconoce, se ve arrastrado por el poderoso efecto de una embriaguez colectiva y el entusiasmo de otras tres o cuatro mil personas; cuando le confirman la exactitud de la nueva doctrina los triunfos palpables y la afirmación de otros miles, despertándose en él, por primera vez, las dudas sobre la verdad de sus actuales convicciones, entonces él mismo se somete a aquella influencia mágica que nosotros denominamos sugestión de las masas. En cada uno de ellos se acumula el querer, la nostalgia, pero también la fuerza de miles. El hombre que entra en una reunión semejante, dudando e indeciso, la abandona después fortalecido interiormente: se ha convertido, indudablemente, en un eslabón de la comunidad”