China se autodenomina el país del centro. No parece un mal nombre para el país más poblado del mundo. La memoria es corta, pero China ha estado en el centro del mundo, también del nuestro, varias veces. En el siglo XV fue el pionero del comercio internacional, con la diferencia respecto a otros países de que no intentaba conquistar territorios ni implantar su religión, solo comerciar. También estuvo muy presente en el siglo XIX, con relaciones bastante complicadas con Francia y, sobre todo, Reino Unido. Y tras años de aislamiento y silencio ha vuelto --y de qué manera-- a ocupar un lugar muy destacado en el mundo.

Su PIB nominal es el segundo más elevado del mundo, solo por detrás del de Estados Unidos, pero si se mide en paridad de poder adquisitivo ya es el primero. Este destacadísimo lugar lo ha logrado con un crecimiento muy alto y constante en los últimos 40 años. Hoy es el primer importador y exportador de bienes mundial y ahora se plantea ser también el primer inversor planetario.

Es en este entorno en el que Trump quiere corregir la tendencia mediante una peculiar guerra comercial: soluciones simples a problemas complejos, para variar.

Todo empezó en marzo del año pasado, cuando Trump firmó, con la gesticulación que le ha hecho famoso, una orden presidencial para aplicar aranceles de 50.000 millones de dólares a los productos chinos para, según él, responder a sus prácticas comerciales desleales, incluyendo el robo de propiedad intelectual. Que China funciona de otra manera que Occidente no es ninguna sorpresa, pero las grandes multinacionales, todas, se han beneficiado durante años de salarios bajísimos y de unas condiciones laborales totalmente inadmisibles desde nuestra óptica. Sorprenderse a estas alturas de que China se ha convertido en la fábrica de Occidente es ingenuo si no hipócrita.

Obviamente, la reacción de China no se hizo esperar, y en cuestión de días anunció aranceles a 128 productos estadounidenses, provocando una escalada de medidas y contramedidas que solo tuvo una tregua el pasado 1 de diciembre, durante la reunión del G-20 desarrollada en Argentina. Allí, los presidentes de ambos países acordaron posponer la imposición de nuevos aranceles comerciales por un plazo de 90 días para permitir la reanudación de las negociaciones. Conociendo a Trump, acabará haciéndose una foto en la muralla china comiéndose una hamburguesa, tras hacer lo propio en la capital de Corea del Norte, ahora que él y Kim Jong-un son tan amigos.

Todo Occidente se ha equivocado al deslocalizar masivamente su capacidad industrial hacia China, atraído por el más barato todavía. Por comprar en China, compramos hasta los espárragos y cacahuetes. Mantenemos un modelo económico anticuado, más cerca del colonialismo que el propio de un mundo global. No somos conscientes que en Occidente vivimos solo la mitad de personas que en China, y lo mismo nos ocurre respecto a la India o el continente africano. Somos menos del 10% de la población mundial y creemos que seguimos siendo el centro del universo. Nuestro punto de vista debe cambiar drásticamente si no queremos despertar de golpe de nuestro sueño. El mango de la sartén ya no lo tenemos nosotros.